Inseguridades, manos duras y excepciones convertidas en regla

inseguridades, manos duras y excepciones convertidas en regla

Inseguridades, manos duras y excepciones convertidas en regla

El domingo pasado en El Salvador se consumó la anunciada y previsible victoria en las urnas de Nayib Bukele, el joven mandatario de 42 años que desde 2019 rige con mano selectivamente dura los destinos de ese dolarizado país de unos 6,5 millones de habitantes.

“Pasamos de ser el país más inseguro del mundo a ser el más seguro del hemisferio”, dijo exultante el mandatario desde el balcón de la sede del gobierno, en uno de los párrafos con que explicaba por qué las cifras oficiales –cuestionadas por algunos líderes opositores– le asignaban entre un 82 y un 84 por ciento de los sufragios y casi la totalidad de las bancas del Congreso a ‘Nuevas Ideas’, su fuerza política.

Poco importaba a esa altura que, en un país donde el voto no es obligatorio, casi la mitad de la población en condiciones de sufragar se abstuvo de hacerlo, o que la reelección inmediata del jefe de Estado, que la Constitución impedía, fue avalada tiempo atrás por las presiones que el Ejecutivo lanzó desde mitad de su primer mandato sobre los otros poderes de la frágil democracia salvadoreña.

Quienes ponderan la eficacia de Bukele y sus resultados para reducir y controlar la violencia de las maras y el crimen organizado, seguramente soslayan su enfrentamiento con la Sala Constitucional de la Corte Suprema o con el propio Parlamento, a cuya sede ingresó hace cuatro años, en febrero de 2020, con policías antimotines y militares fuertemente armados que amedrentaron a los legisladores con sus fusiles, mientras el propio mandatario exigía la aprobación de normativas clave para él.

“Si quisiéramos apretar el botón, sólo apretaríamos el botón”, dijo entonces Bukele como muestra de su “buena voluntad” para con los parlamentarios opositores y mientras manifestantes previamente azuzados por el Presidente esperaban a las puertas del Congreso sus instrucciones de entrar en acción o mantener la “paciencia”.

Dictador y rey. Los resultados que las estadísticas muestran en la drástica disminución de asesinatos y muertes violentas, son la base en la que cimentó su creciente poder este joven dirigente vinculado al ámbito publicitario y hábil comunicador de su relato a través de las redes sociales, donde no hace tanto cambió el perfil en que se autodenominaba como “El dictador más cool” por el no menos presuntuoso y contradictorio de “Rey filósofo”.

Con un ligero y no muy convincente paso por filas de la izquierda en el reconvertido y devaluado Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FLMN) Bukele, como muchos otros, hizo valer su condición de outsider frente a partidos tradicionales que emergieron tras los años de plomo y el conflicto interno que entre 1979 y 1992 dejó 75 mil muertos y más de 12 mil desaparecidos en su país.

Su viraje a la derecha y su alianza con fuerzas de ese espectro en 2019 le permitieron llegar al poder con GANA, la Gran Alianza por la Unidad Nacional, aunque su perfil y ambiciones propios no tardarían en desnudar un personalismo que aún amenaza con crecer.

“Están llorando los de los Derechos Humanos”, exclamó a poco de estrenar su condición de reelecto, en alusión a organizaciones humanitarias de su país y de diferentes partes del mundo, incluidas las Naciones Unidas, que han fustigado los abusos y denunciado atropellos en la aplicación de su política de mano dura.

“Nosotros estamos en la defensa de los derechos humanos de la gente honrada, no de los delincuentes”, insistió Bukele, quien en 2022, tras una escalada de enfrentamientos entre pandilleros de las maras que dejó más de 80 muertos en tres días en las calles salvadoreñas, impuso un estado de excepción y aplicó una serie de medidas de seguridad y carcelarias que él considera como las que permitieron la ‘paz’ actual.

“De aquel pico de 106 muertes violentas cada 100 mil habitantes, que El Salvador tuvo en 2015, los decesos bajaron a menos de dos dígitos en 2023”, dicen los informes oficiales.

Pero hay cifras negras de delitos y procedimientos policiales legales más que vidriosos que diferentes medios han denunciado y el gobierno no ha aclarado. Y a ellos se suman los más que cuestionables operativos de traslado de miles de detenidos a una cárcel de máxima seguridad, mostrados con cinematográficas producciones que Bukele exhibe como triunfo frente al crimen organizado de la ‘Mara Salvatrucha 13’, ‘Barrio 18’ y otros grupos delictivos que comenzaron a actuar en los años ‘90, cuando los exiliados que habían integrado esas pandillas en Los Ángeles fueron deportados por Estados Unidos y obligados a regresar a Centroamérica.

Cifras en blanco y negro. De vínculos con poderosos carteles del narcotráfico y redes de delitos transnacionales, imputados en los últimos tiempos como terroristas, los integrantes de las maras hallaron terreno fértil para reclutar jóvenes miembros en naciones de profunda pobreza, exclusión y desigualdad económica, donde vastos sectores son relegados o buscan otra vida mejor con el exilio. Paradójicamente, parte de quienes vieron trunco su “sueño americano” trasladaron en su regreso forzado a El Salvador la puja por la supremacía y el poder de los suburbios californianos.

La victoria que sobre estos grupos le conceden hoy a Bukele las estadísticas es la principal bandera que esgrimió y seguirá ondeando el mandatario reelecto. Con ella mantendrá o quizá acentuará el “estado de excepción” a pesar de numerosas denuncias de violaciones de garantías, juicios masivos, condenas sumarias y normas birladas que hace siete días parecieron quedar en segundo plano.

No fueron pocos, más allá de las fronteras salvadoreña, los dirigentes que alabaron como ejemplo o condigno castigo con los ‘criminales’ las imágenes que mostraron a cientos de hombres con el torso desnudo, esposas en las manos y grilletes en los pies desnudos, en su traslado a celdas promocionadas como infranqueables.

“Aquí hacen falta más Bukeles y menos Zaffaronis”, llegó a decir en el fragor de la campaña argentina el entonces candidato a vicepresidente de Patricia Bullrich, Luis Petri. Ambos fueron terceros cómodos en la votación de octubre del año pasado, pero ahora uno es el ministro de Defensa y la otra titular de la cartera de Seguridad del gobierno de Javier Milei, previo acuerdo entre el libertario y el PRO de Mauricio Macri.

La promesa de más seguridad ha sido siempre un redituable caballito de batalla de las derechas de todo el mundo, aunque el exceso retórico de Petri contra el garantismo defendido por el exmiembro de la Corte Suprema, Raúl Eugenio Zaffaroni, tiene mucho más de tribunero que de alguien que alguna vez haya abierto una Constitución y reparado en los postulados de su Parte Dogmática.

Lo cierto es que, más allá del rédito electoral cosechado por Bukele con su contundente triunfo de hace una semana, hay otros números que la estadística del mandatario descendiente de libaneses e impulsor del bitcoin como moneda en su país, no pudo disimular.

De las más de 76 mil personas presas en menos de dos años por su presunta participación o autoría en crímenes adjudicados a las pandillas en El Salvador, más de siete mil (es decir casi un 10 por ciento) debieron ser liberadas tras demostrarse que no tenían ninguna responsabilidad. Casi todos son varones jóvenes de entre 18 y 35 años, muchos de los cuales padecieron torturas y tuvieron a sus familias en vilo durante los meses en prisión y aún en libertad son objeto de esporádicos controles y amedrentamientos de agentes del gobierno.

Distintos medios de comunicación, además de denunciar presiones y amenazas a la libertad de expresión, hablan de un nuevo éxodo de quienes, sin oportunidades y con miedo, eligen emigrar. Caracteres que la derecha internacional avala hoy en El Salvador, antes criticó con dureza en naciones cuyos gobierno ubica en las antípodas, como la Venezuela de Nicolás Maduro.

El riesgo de convalidar autoritarismos o veleidades mesiánicas de gobiernos, según se sitúen cerca o lejos de los posicionamientos propios.

Entre el todo y la nada. La calidad democrática de la región ha sido objeto de numerosas observaciones y críticas en los últimos años. Legitimidad, participación y respuestas al delito son a menudo puestos bajo la lupa de analistas.

Subordinar la vigencia plena de las instituciones al éxito o fracaso personal que experimenten en determinado momento, es una tentación a la que cada vez con más frecuencia parecen sucumbir gobernantes o políticos de diferente signo.

La división, el equilibrio y el control mutuo entre poderes que suponen la esencia de la forma republicana de gobierno buscan ser reemplazados por fundamentalismos de variado signo, los que intentan imponerse invocando estados de excepción que luego se convierten en regla.

No sólo en el Perú, referenciado como espejo para Argentina por el politólogo Andrés Malamud, donde el Congreso se impuso en la pulseada contra el presidente Pedro Castillo y lo destituyó en diciembre de 2022, se libran disputas en las que el establishment económico parece mero espectador pero no lo es. El Ecuador bajo toque de queda de Daniel Noboa, ganador de unas elecciones adelantadas tras la “muerte cruzada” que el anterior presidente Guillermo Lasso decretó a su gobierno y al Congreso que se aprestaba a destituirlo, son algunas de las fotos de modelos donde lo precario puede volverse permanente en un momento, o viceversa.

Ya virtualmente sin oposición en el Congreso y con manifiesta injerencia en el Poder Judicial, Bukele recibió casi un cheque en blanco el domingo para gobernar hasta 2029. Para entonces, lo que hoy es excepción se habrá convertido en regla de su puño y letra, o quién sabe…

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