¿Por qué la primera gobernante libertaria del mundo no duró ni 45 días?

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Un año atrás acababa de renunciar a su cargo la primera gobernante liberal libertaria del mundo. Como en Gran Bretaña la democracia es parlamentaria y no presidencialista, Liz Truss nada puede impugnar al regocijo del presidente electo argentino. Al celebrar su victoria en el balotaje del domingo 22, a Javier Milei lo regocijó que hubiera sido en la Argentina donde el electorado votara al primer presidente liberal libertario del mundo.

Rapidísima fue la renuncia a su cargo de Liz Truss, ta política derechista que sucedió como premier de Gran Bretaña a Boris Johnson -después de haber sido ministra de Exteriores en su gabinete conservador. Cuando Boris Johnson, el premier que había gestionado la pandemia, renunció a su cargo todavía no se había cumplido la legislatura en el Parlamento británico. La competencia por la sucesión se dirimió internamente en el Partido con mayoría, el Conservador.

La liberal libertaria Liz fue elegida por unanimidad por un jurado de notables conservadores y de amantes liberales mayores que ella que la encontraron de su gusto, o reconocieron en ella sus gustos. Liz Truss venció a su rival Rishi Sunak (hoy su sucesor). La cúpula del Partido Conservador no vaciló en preferir a la mujer en vez del economista multimillonario de origen angloindio: Truss brillaba por su ambición inocultable de ascender en el statu quo, por su inconmovible dogmatismo doctrinario neoliberal, por su derechismo sin disculpa ni aclaración.

Más único que raro, el gobierno Truss, sin embargo, antes que fugaz, fue efímero. Duró 44 días: el menor de tres siglos por su cortedad. Banal, brutal, violento, cruel, catastrófico, de una penumbra jamás alegrada por la crueldad sin engaño de la inteligencia.

La autoridad de la que goza el gobierno para dar curso veloz a reformas administrativas, económicas, financieras, y de todas las carteras del gabinete, y hacerlas cumplir, permitió a Liz Truss dar curso a las reformas del presupuesto y al achicamiento del Estado que eran su promesa de campaña y su evangelio portátil con toda la precipitación que anhelaba. Esta ansiedad no había reparado en detalles, ni calculado eventuales consecuencias indeseadas para sus acciones, ni escuchado a funcionarios de carrerra o expertos en la materia que sí habian diagramado posibles escenarios alternativos oscurecidos por las largas sombras de efectos indeseables e indeseados, pero ni inauditos ni imprevisibles.

Básicamente, apenas conocidos los lineamientos nítidos del plan de Truss, se derrumbaron la libra esterlina y los títulos de la deuda del Estado, se contrajo la capacidad de endeudarse de un país con una deuda récord de un billón de dólares y balanza comercial negativa, y los fondos de jubilación y pensión perdieron capital y perspectiva de capitalización por los movimientos de venta a los que se vieron forzardos, siguiendo los protocolos de gestión que tienen prefijados, para salir de inversiones que ahora reevaluaban como ruinosas.

Cuando Boris Johnson fue forzado a dimitir, el partido Conservador estaba resentido por la popularidad de este ex alcalde de Londres al que siempre habían llamado nac&pop, que alterna pesados chistes xenófobos de fútbol y cerveza con paradojas de Alicia en el País de las Maravillas, y que había sabido dotarse de mayor poder que cualquier antecesor.

Gracias a gestionar la crisis sanitaria y ecónomica de los años de la pandemia, su autoridad personal se sedimentó y asimismo se acrecentó la capacidad de la oficina del primer ministro para disponer sin demora ni ritual de la violencia de las Fuerzas de Seguridad. Supo dictar cuarentenas minuciosas, diferenciadas, graduadas, versátiles, y hacerlas cumplir, después de inicios anti-cuarentena casi negacionistas. Supo cómo hacerse obedecer y cómo ganarse aprobación y favor del electorado. Al igual que en Brasil su par conservador el presidente Jair Messias Bolsonaro, el premier supo regularizar la transferencia de sumas de dinero muy dignas en su monto a una clientela que agradeció un ingreso periódico nuevo pero no efímero. Esta cifra fija, que llegaba a todo el territorio directamente desde Brasilia, significaba un número del que el público beneficiado previamente carecía. Este IFE cubría en forma sistemática la cesantía de un lucro que, esporádico, jamás había tenido un valor constante -cuando alguno tenía- antes de la peste del ‘virus chino’.

Sigilosamente, en un plano no coyuntural sino constitucional ‘clandestino’, desde otra fuente había crecido el caudal de poder del Ejecutivo. A expensas del Parlamento, el más perdidoso en los años europeos, y de la Justicia, que al revés había sido ganadora en aquel tiempo. Ese nuevo volumen fluía de la negociación concluida con la Unión Europea (UE). Precisamente, gracias al Brexit. Cuyos acuerdos había cerrado, en persona, el propio Johnson, que había llegado a la titularidad del gobierno porque su predecesora, otra líder tory, Theresa May, no conseguía hacer homologar en la Cámara de los Comunes de Londres la letra de los acuerdos con Bruselas.

Johnson supo ver la conveniencia de que el Ejecutivo se quedara, sin explicar ni disculparse, con todo el poder que sobre cada país de la Unión Europea dispone ‘Bruselas’. Es decir, las instituciones comunitarias para cuyo funcionamiento los 27 han resignado soberanía nacional. Johnson entendió que esta, recuperada, revertía al pueblo, es decir, al número 10 de Downing Street, donde reside el representante popular, el primer ministro.

En estas condiciones que Johnson encontraba tan felices, es cierto que el proceso de toma de decisiones se agilizó. Y lo decidido entra en vigencia casi ‘en tiempo real’. La política de manos libres tiene una contrapartida de alto riesgo. Para la ciudadanía, la celeridad con la cual la voluntad del Ejecutivo se hace realidad: es decir, derecho pero también obligación.

En la doble eficiencia, para reformar y simultáneamente para obligar, hay un coeficiente de aceleración de los deterioros no anticipados, cuyo remedio y reversión, y aun su derogación o retorno al ante quo, se vuelven dificultosos, y las pérdidas irreparables, sólo reversibles a cambio de disposiciones acertadas que serán las reformas del futuro. El peso de los errores del Gobierno cae de lleno sobre la figura del Ejecutivo, visualizado como primer responsable. Así cayó y así aplastó a Truss. Hay que decir que no es víctima de uno de esos turbulentos vaivenes de popularidad delegativa. La responsabilidad era suya.

Nada de lo que ocurre, de esta crisis política que ha hecho que Gran Bretaña tenga seis premiers en cinco años, habría ocurrido sin el voto a favor del Brexit en el referéndum de 2016. En aquel entonces, el presidente ruso Vladimir Putin prestó a este divorcio, desde Moscú, apoyo y solidaridad, expectativas y esperanzas que hoy no encuentra frustradas, en plena guerra de Ucrania, sino realizadas, con la crisis y renuncia de hoy y la concomitante deslegitimación del Partido Conservador.

Mentiras elegantes e inelegantes, de tabloide y de blogósfera, campaña sucia y altisonante contra Bruselas, coalición firme, por cruel y lúcida, de ultra-nacionalistas, de nostálgicos y de oportunistas como el mismo Johnson: de aquellos polvos vinieron estos lodos, la atmósfera ambiente cínica de la esfera y la vida pública británicas post Brexit. Las fábulas crédulas o increíbles sobre el pasado, las fantasías de grandeza y la ilusión liberadora de ya no tener que necesitar nunca más de los otros, sigue en pie.

Cuando en este siglo desde una posición que se quiere democrática hacemos la lista del día de los peligrosos avances políticos de las derechas europeas, creemos que para que se nos escuche debemos dejar en claro que estamos de cuerpo entero del lado de la luz. Es así que nunca dejamos de mencionar en primer término, como si fueran también las de primera y mayor magnitud y gravitación, a formaciones emergentes de estética chabona y titeo de vestuario, kitsch retro y cotillón de Holocausto. No es seguro que esta jerarquización por el plumaje heavy metal o la ornamentación de svásticas rinda algún servicio mencionable a la democracia, o siquiera a nuestra claridad mental. En Europa la etiqueta convenida para adunar a estos movimientos es ‘populismo’.

Una vez de ultra derecha, siempre de la misma ultra derecha. Desde hace tiempo el Frente Nacional francés no existe con ese nombre (sustituido el bélico ‘Frente’ por la comunitaria ‘Reunión’). La xenofobia anti-inmigrante de Jean-Marie Le Pen ni le apasiona ni reditúa a su hija Marine; el nuevo fondo de comercio del partido es ‘lo social’. Cuando la oímos a hablar a la ‘ultraderechista nacionalista’ Marine, es como oir a un intendente del Conurbano bonaerense argentino. En cambio, pensamos menos veces que el ‘centro-derechista’ Emmanuel Macron sea un peligro para la democracia. Si lo oímos hablar, en cambio, todo cuanto dice es de derecha elitista y antipopular, y cuanto hace aún más, y ahonda y atrinchera esa orientación práctica e ideológica en el corazón burocrático, administrativo, escolar de la République. Otro tanto ocurre en Inglaterra con el Partido Conservador británico.

No había película inglesa de protesta, ilustrativa de la década de 1980, sin que el paisaje thatcherista post-industrial no se viera adornado de jóvenes del Frente Nacional con botas Dr Martens de punta reforzada con acero para patear pakis. Ya no hay: no hace falta. Hay muchos pakis millonarios como el actual premier anglo-indio Rishi Sunak, antes descartado por el Partido Conservador que había preferido en su lugar a Truss. Para los otros migrantes, si han entrado sin papeles debidos a Gran Bretaña, el premier Johnson había creado un programa de deportación veloz a Ruanda, en el centro de África negra, donde, dijo, podrían reeducarse y tener un nuevo futuro en el país que tan bien se había reeducado del genocidio de 1994.

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