Peligro de extinción

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Peligro de extinción

Si en los últimos años hacer un libro en Argentina era una empresa por demás difícil, de acá en más todo parece indicar que va a ser casi inviable. La mayor parte de los editores —los pequeños, sobre todo— coinciden en que el nuevo escenario económico los pone al borde del abismo. Los recientes anuncios serán market friendly, como dice el presidente Milei, pero no books friendly. Y es lógico. Apelando al topoi aristotélico del más y del menos, si no se ocupan de la comida, ¿por qué habrían de ocuparse de los libros y de toda esa runfla de editores y libreros que pretenden conservar sus “privilegios” de “casta” y seguir parasitando el Estado a través de las compras ministeriales?

De acuerdo a la cosmovisión de los libertarios, el libro es una mercancía más y por lo tanto debe regirse sólo por las leyes del Mercado, como todo lo demás. Si la actividad no resulta rentable entonces que produzcan sahumerios, o cerveza artesanal. El mundo hacia el que vamos tal vez no necesita de tantos libros, ni de tantos escritores. Parafraseando la célebre frase de González Fraga, quizás le hicieron creer al empleado medio que podía publicar libros o editarlos y resulta que eso —escribir, editar— era una ilusión populista, una quimera sostenida por la distorsión de los precios y esa opresión estatal que tanto nos afectaba. Ahora pronto tendremos libertad, aunque haya que pagar algún costo. Tendremos libertad pero no tendremos libros.

Vayamos a los números. A partir de la devaluación que llevó el dólar a más de 800 pesos, el precio del papel dio un salto del que cuesta encontrar un precedente cercano. Algunos editores cuentan que las imprentas están pasando presupuestos con un 80% de aumento, o incluso más. Carolina Rolle, de la editorial rosarina Beatriz Viterbo, dice que en octubre un libro de 116 páginas, en una tirada de 500 ejemplares, tenía un costo de $1135 y que ahora ese mismo libro tiene un costo de $2270.

Pablo Gabo Moreno, de la editorial Caleta Olivia, cuenta una situación similar. El 2 de diciembre le pasaron un presupuesto por $790.000, pero el 13 de diciembre volvió a preguntar y el precio ya estaba en $1.489.000. “Yo me voy a tomar hasta fin de año y veré qué decido, pero no podré producir en estas condiciones”, dice, y estas palabras se repiten en muchos otros editores.

Juan Pampín, presidente de la Cámara Argentina del Libro, explica que el costo del papel, que históricamente no llegaba al 35% de lo que es el costo industrial del libro, hoy ya representa más del 55%. “Básicamente las papeleras, que son un oligopolio conformado por Celulosa y Ledesma, se están llevando más que cualquiera de los actores de la cadena de la industria del libro”, dice.

Pero no se trata sólo de esas empresas. Enrique Ferraro, de la imprenta Tecnooffset, que trabaja con decenas de editoriales pequeñas, recuerda que la producción nacional nunca llegó a cubrir la demanda. Ante la falta de papel, muchas veces las imprentas no tienen otra opción que acudir a los pocos que pueden importar y que ponen el precio que quieren, porque “o le comprás a ellos o no le comprás a nadie”, dice, y considera que “abrir la importación le pondría un límite al abuso local y terminaría con la especulación de los pocos importadores que tienen acceso al mercado”.

El problema es que una medida de esa naturaleza puede ser un pharmakon, es decir, un remedio y a la vez un veneno, porque en tal escenario habría muchas editoriales —sobre todo las que publican literatura infantil— que elegirían imprimir en otros países como China y la industria gráfica local sufriría una merma en la demanda. Además, y como temen varios editores con los que hablamos, la apertura indiscriminada de importaciones traería lo de siempre: el saldo de la “madre patria”. Containers enteros con libros que no siempre son, como se suele decir, un simple detrito de dudosa calidad. Si bien hay algo de eso, no lo vamos a negar, lo cierto es que también suelen llegar decorosas ediciones comerciales de tapa dura —muchas de ellas de clásicos de la literatura— o el remanente de las editoriales independientes españolas. “Yo creo que se viene algo parecido a lo que pasó al inicio de los noventa con el menemato, cuando las librerías se llenaron de esos libros de rezago de los grandes mercados, y eso termina compitiendo por el espacio de las librerías”, dice Pampín.

El panorama no podría ser más desalentador, aunque hay quienes atisban una pequeña oportunidad en la exportación. Pablo Braun, director de Eterna Cadencia, dice que “lo positivo dentro de lo mucho negativo es que se va a poder exportar mejor, digamos, al estar el dólar a 800 nuestros libros para los importadores de otros países quedan mucho mejor en precio en dólares. Y eso va a favorecer a las exportaciones de las editoriales que exportamos”.

Ahora bien, ¿cuántas son las editoriales que exportan? Según la Cámara Argentina del Libro, en el país hay sólo sesenta editoriales que exportan más de diez mil dólares, y la mayor parte de ellas no tienen nada que ver con la literatura. Un dato casi de color es que más de un treinta y cinco por ciento del total de exportaciones  —cinco millones de dólares— corresponde a la Asociación Casa Editora Sudamericana, vinculada a la Iglesia del Septimo Día. El cristianismo sigue siendo una empresa rentable. Por fuera de estos números, hay pequeñas editoriales que exportan vía Courier —un sistema que, para estos casos, está al borde de la legalidad—, pero se trata de encomiendas tan pequeñas que no alteran ninguna ecuación. Además, y como recuerda Pampín, hay que tener en cuenta que “los costos de envío en Argentina superan ampliamente el 15% cuando en el resto del mundo está 3 o 4%”.

La exportación, entonces —resumamos—, no parece ser un aliciente significativo frente a la caída del mercado interno, como reconoce el mismo Pablo Braun, ni frente al aumento de costos. Recordemos que, además del papel, también aumentó la nafta, y eso empeora sustancialmente la ecuación. Carlos Gazzera, de la editorial cordobesa Eduvim, explica que hoy el costo del flete modifica cualquier posibilidad de ser eficiente en una distribución incluso regional. “Mandar cajas de Córdoba a Rosario, o de Villa María a Córdoba, o Carlos Paz, tiene un costo muy grande para muchos editores y no lo van a hacer. Las distribuidoras que estábamos funcionando con cierta regularidad hoy empezamos a tener problemas con el transporte”.

A todo esto, por otra parte, hay que sumarle dos puntos importantes. Uno es que las grandes cadenas de librerías —Yenny, de la familia Grüneisen; Cúspide, del grupo Clarín— siguen liquidando a noventa días y eso termina licuando cualquier eventual ganancia. Con una inflación proyectada de más de un treinta por ciento mensual, es imposible reinvertir el dinero que reciben a los tres meses en producir más libros. Por eso hay quienes están apelando a una estrategia desesperada: ponen los libros a un precio altísimo para que no se venda ninguno, o sea: prefieren no vender hasta tanto no haya algún tipo de certidumbre. Así están las cosas. Y en el caso de los autores la situación es todavía más ridícula, porque las regalías las cobran —si es que las cobran— a los seis meses o al año, dependiendo del contrato que tengan. La posibilidad de vivir de la escritura nunca fue una discusión más anacrónica. Pronto ni siquiera se va a poder pagar la factura de luz con las monedas que reciben los escritores.

Ahora bien, el otro punto, que pone en riesgo y altera todos los eslabones del ecosistema del libro, es la posible derogación de la Ley de Defensa de la Actividad Librera, que desde el año 2001 establece que son los editores quienes fijan el precio del libro para todos los puntos de venta, lo que impide que las grandes superficies, las grandes cadenas que, por supuesto, tienen más recursos, puedan incurrir en esa práctica perversa que ya hemos visto en otros países: hacer descuentos para terminar con la competencia y, acto seguido, subir considerablemente los precios. En Inglaterra, cuando se derogó el llamado Net Book Agreement —un acuerdo de precios fijos—, cerraron quinientas librerías independientes. La desregulación no trajo una sana competencia sino una struggle for life darwiniana y despiadada donde no sobrevivieron los más aptos, los que conocen el oficio, los que saben, sino los más poderosos, que en ese caso fueron los supermercados. Al respecto hay una nota del diario The Guardian que lo explica muy bien. Desde que se derogó la ley de precios fijos, en 1997, “el mercado se ha reducido y la vida útil de las novelas es mucho más corta”, cuenta Sam Jordison. “Las estadísticas nos dicen que se publican más libros, pero la mayor parte de ellos son autoeditados. Hubo reducción de listas, fusiones, colapsos, despidos y pérdidas en una escala nunca antes vista”.

Ante esta posibilidad, Mónica Dinerstein, presidenta de la Cámara Argentina de Librerías Independientes —una entidad creada el mes pasado—, cuenta que todavía está un poco “impactada” y entiende que, de aprobarse la llamada “Ley Ómnibus”, pasaría lo mismo que en Inglaterra: habría una enorme cantidad de librerías que podrían desaparecer. “A mí no me parece mal que las grandes superficies existan, porque todos podemos vender libros, pero si cada uno va a poner el precio que quiere y va a hacer lo que quiere esto no lo vamos a poder aguantar”, dice.

Naturalmente la preocupación también atraviesa a los otros sectores. Se sabe que, si pierden las librerías independientes, si cierran, también pierden —y también pueden cerrar— esas cientos de editoriales pequeñas que por cierto han vehiculizado buena parte de la mejor literatura argentina de los últimos veinte años (y por lo tanto también pierden los autores y los lectores). El caso de Sebastián Maturano, de la editorial cordobesa Borde Perdido, es similar al de muchos otros. “Nosotros distribuimos nuestros libros en librerías independientes, pequeñas y medianas, y son ellas quienes nos permitieron desde el comienzo poder exhibir nuestro catálogo en sus vidrieras y bateas, algo que fue fundamental para nosotros, sobre todo cuando recién empezamos y las pequeñas librerías de Córdoba primero, y de Buenos Aires, Rosario, Salta y Mendoza después, nos permitieron ingresar en ese circuito”.

Así las cosas, la perspectiva sobre lo que viene, y en este punto coinciden todos, es catastrófica, y cuesta pensar en un escenario más sombrío. El cóctel —resumamos— incluye caída abrupta del mercado interno, aumento desmedido del precio del papel y de la nafta, pagos diferidos en un contexto casi hiperinflacionario, apertura de importaciones y entrada de libros de saldo, posible derogación de la ley de defensa de la actividad librera, y sumémosle también un muy probable cese de las compras estatales y de los subsidios del Fondo Nacional de las Artes.

Desde PERFIL intentamos que Leonardo Cifelli, Secretario de Cultura, explicara si va a haber alguna política cultural de promoción de la industria editorial, pero no quiso hablar y muy probablemente se trate de uno de esos casos donde el silencio lo dice todo.

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