La historia de Espartaco y las rebeliones de los esclavos contra Roma

Allá por el siglo II a. C., el éxito de Roma en los campos de batalla tuvo una cara B. Tras cada victoria, los puertos se llenaban de vencidos degradados a esclavos, y aquel excedente de la mano de obra más barata posible fue adquirido por romanos cargados de sestercios. Estos pusieron a su mercancía humana a trabajar hasta la extenuación, multiplicando sus fortunas sin necesidad de pagar un salario al plebeyo, expulsado del mercado laboral por gentes todavía más desgraciadas.

Pero, en la historia, toda acción tiene una reacción. Y la de los esclavos adquirió la forma de tres salvajes revueltas que pondrían al Senado y al pueblo de Roma contra las cuerdas.

El malo

Todo buen cuento necesita un malo. Y en la Sicilia del año 135 a. C., el malo entre los malos se llamaba Damófilo, un terrateniente que, en palabras de Diodoro Sículo, “trababa con gran dureza” a sus esclavos, marcando a “hombres nacidos libres en sus países con hierro candente” y exponiéndoles a grandes trabajos sin proporcionarles la ropa o los alimentos necesarios para sobrevivir. Damófilo era solo una muestra dentro de una casta demasiado extendida en la isla, escenario de la primera gran revuelta de esclavos.

Sicilia, de tierras fértiles, había quedado vacía tras la segunda guerra púnica, convirtiéndose, por tanto, en un territorio ideal para los especuladores, que se hicieron con grandes cantidades de terreno agrícola. Fue tal la expansión de los latifundios en la isla que, si en la Italia de la época estos constaban de sesenta hectáreas, en Sicilia sumaban doscientas cincuenta. Por supuesto, aquellas enormes tierras producían grandes beneficios a costa del trabajo de miles de esclavos sometidos a una explotación infernal.

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Frente a esa realidad, los amos vivían en el lujo más obsceno, sucumbiendo a los placeres de la mesa, embriagándose de festejos y empleándose en entretenimientos terroríficos como los de Damófilo, quien tenía la costumbre de torturar diariamente a un esclavo. Un caldo de cultivo perfecto para que cuatrocientos esclavos de Damófilo se levantaran una mañana con ganas de revancha.

Asesinaron a su señor, torturaron a su mujer y se llevaron por delante a todo el que se les opuso. En apenas tres días, estos actos tuvieron eco entre otros esclavos de la isla, lo que provocó que seis mil hombres se pusieran a las órdenes de Euno, un esclavo que se las daba de mago y que se erigió en líder de los rebeldes.

Monumento a Euno, en Sicilia.

En paralelo a esa tropa, surgieron otras bandas compuestas por miles de hombres, de tal forma que, si aquel ejército de esclavos se hubiera combinado, podría haber llegado a los doscientos mil efectivos. Ello explica que se hicieran fácilmente con el control de Sicilia, masacrando a sus amos por el camino y colgando sus cabezas de los cintos como trofeos.

En cuanto al objetivo a largo plazo de la revuelta, parece que los esclavos liberados querían establecer un país alternativo, con una monarquía liderada por Euno, que, a su vez, tendría que escuchar las opiniones de una asamblea de notables. El sueño duró apenas tres años. En 132 a. C., Valerio Rupilio logró sofocar la rebelión, y, tras los castigos oportunos, intentó mejorar las condiciones de vida tanto de los esclavos como de las gentes libres empobrecidas por los dañinos efectos de los latifundios.

La factura de la corrupción

La segunda gran revuelta de los esclavos contra Roma estalló, también en Sicilia, en 104 a. C. Pero las reformas de Rupilio algo habían conseguido: si en el primer estallido se alzaron doscientos mil esclavos, en esta ocasión lo hicieron unos cuarenta mil.

El detonante fue la guerra contra los cimbrios, migrantes bárbaros que amenazaban las fronteras de Roma. Cayo Mario, encargado de sofocar la crisis, fue autorizado para reclutar tropas auxiliares en provincias aliadas, pero se encontró con que en Bitinia no era posible hacerlo porque multitud de hombres libres habían sido esclavizados por las depredaciones de los publicanos.

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El Senado respondió decretando que no podrían ser esclavizados los ciudadanos de los territorios aliados, y, automáticamente, en Sicilia se dio la orden de liberar a todos los esclavos que perteneciesen a ese grupo. Entonces el lobby esclavista se presentó en la residencia del gobernador, Licinio Nerva, quien, presionado, invalidó el decreto senatorial.

Los esclavos explotaron. Tras controlar los territorios importantes, nombraron una asamblea que, a su vez, designó a un rey, Salvio, quien gobernaba junto a un consejo. Esta vez, los esclavos se organizaron bien, dividiéndose en guerreros y trabajadores y consiguiendo equipar una tropa de caballería, decisiones que les sirvieron para derrotar a los romanos en diversos choques.

Busto de Cayo Mario.

La aventura terminó en la batalla de Scirtea, cuando Licinio Lúculo, al mando de diecisiete mil hombres, aplastó a cuarenta mil rebeldes entre los que se encontraba Salvio. Un nuevo jefe, Atenión, intentó recuperar el terreno perdido, pero un ejército liderado por Manio Anquilio pudo controlar definitivamente la isla en 101 a. C.

Esto no puso final a las rebeliones de los esclavos. Aún quedaba la traca final de aquellas guerras serviles. Una con nombre de leyenda: Espartaco.

Yo soy Espartaco

La historia, no por conocida, deja de ser fascinante. Campania, en la península itálica, tierra de lujosas mansiones y marisco, alberga en 73 a. C. importantes escuelas de gladiadores, como la de Léntulo Batiato en Capua, a quien un día de verano se le rebelan un puñado de esclavos armados con objetos de cocina.

Son temibles gladiadores, pero no llegan a cien, pese a lo cual Roma, escarmentada con las algaradas previas, envía un ejército de tres mil hombres para abatirlos. Los rebeldes, conducidos por un todavía desconocido Espartaco, se refugian en el Vesubio, donde son cercados. Parecen sentenciados. Es cuestión de tiempo que sucumban de inanición. Pero estos hombres son guerreros profesionales e ingeniosos.

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Tejen escalas con los sarmientos de las viñas silvestres, descienden a escondidas por las abruptas laderas del volcán y caen sobre los romanos desde su retaguardia. La derrota de Roma es total. El efecto publicitario de la acción, demoledor. Miles de hombres libres empobrecidos y esclavos, que funden sus grilletes para forjar espadas, se unen a la hueste de Espartaco, antiguo auxiliar de las legiones. Roma tiembla, sobre todo cuando ve cómo los ejércitos de la república se desmoronan, uno tras otro, ante las ansias de libertad de los antiguos sometidos.

La historiadora Mary Beard explica el éxito de los rebeldes por un hecho que, a menudo, pasa desapercibido. Pocos años antes, Sila había entregado a sus legionarios licenciados tierras arrebatadas en la guerra social. Esto generó, por un lado, una masa de expropiados dispuestos a todo por salir de la pobreza y, por otro, unos legionarios veteranos que, expertos en eso del guerrear, se revelaron incapaces de gobernar una granja y acabaron perdiéndola hasta volverse tan pobres como los anteriores propietarios de sus tierras. Aquel fenómeno entregaría a Espartaco una tropa de descontentos que, además, sabían luchar.

Una rebelión con vuelta atrás

En cuanto al objetivo de ese ejército, parece que, mientras que una parte habría querido permanecer en Italia, otra, al mando de Espartaco, buscó escapar de la península. Así fue como Espartaco y los suyos llegaron en 72 a. C. a los Alpes, forzaron los pasos fronterizos y olfatearon la libertad. Pero, inopinadamente, uno de esos inexplicables sucesos que remueven la historia ocurrió. El ejército de Espartaco se dio la vuelta, derrotó a un nuevo ejército romano y regresó al lugar del que había escapado.

Esclavos en el Imperio romano. Relieve en mármol, s. III.

Desde entonces, los historiadores especulan con la causa de aquel movimiento. ¿Por qué miles de personas que eran ya libres decidieron volver a su prisión? Hay teorías para todos los gustos. Que si los rebeldes querían nuevos saqueos, que si deseaban liberar a los que aún quedaban presos, que si les pudo el miedo o el ansia de creerse invencibles. La causa real es desconocida, pero aquella decisión acabó arrojándolos en manos de Craso, un multimillonario que, dispuesto a comprarse un buen nombre militar, gastó buena parte de su fortuna en levantar un ejército invencible contra Espartaco.

Craso acosó a los rebeldes hasta encerrarlos en la península de Regio, el talón de la bota italiana, pese a lo cual Espartaco resistió hasta el último aliento, forzó el asedio, logró escapar y, ante la batalla decisiva, mató a su caballo para mostrar a los suyos que solo existían dos opciones ante Roma: la victoria o la muerte.

Al final, fue la muerte. La de Espartaco y la de unos sesenta mil compañeros, cuyos cadáveres quedaron esparcidos sobre el campo de batalla. Otros seis mil correrían peor suerte y acabarían siendo crucificados a la vera de la vía Apia, en 71 a. C.

Una aterradora imagen que los lectores recordarán de la mítica película protagonizada por Kirk Douglas, Espartaco (1960). La escena también fue el punto final a las grandes revueltas de esclavos contra Roma. Porque, esta vez, la república aprendió la lección, incrementando la legislación para frenar los abusos, pero, eso sí, sin remover los cimientos de un sistema basado en la más terrible de las explotaciones.

Este artículo se publicó en La Vanguardia el 6 de noviembre de 2023