Todas las épocas tienen artistas adelantados a su tiempo, pero pocos ejemplos son tan notables como el del italiano Giuseppe Arcimboldo (1527-1593), un vanguardista del siglo XVI, un precursor del surrealismo en la corte de los reyes de Hungría y Bohemia, los emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico. Seguramente a Arcimboldo, hijo de un modesto artesano, le gustaría para sí mismo otro título menos pomposo.
El pintor de las crudités. Eso parecen algunos de sus retratos, como el del emperador Rodolfo II, su señor y protector en la corte de Praga, a quien representó como una acumulación de frutas y verduras, con los párpados en forma de vaina de guisantes y una calabaza en la frente. Es una de sus archifamosas cabezas compuestas. Archifamosas ahora, claro, porque sus obras cayeron en el olvido durante siglos.
‘El hortelano’ y ‘El hortelano’ invertido
Arcimboldo, que comenzó ayudando a su padre a pintar los vitrales de la catedral de Milán y que acabó con retratos sui géneris de nobles y emperadores, conoció el éxito en vida. Pero parecía condenado a una nota a pie de página en la enciclopedia del arte hasta que los surrealistas del siglo XX reivindicaron su figura y lo consideraron uno de los suyos. Dalí y Picasso fueron dos de sus más rendidos admiradores. ¿Cómo no serlo?
Era un mago de la pintura, capaz de dibujar bodegones de frutas que, invertidos, se convertían en un retrato. O asados que se transforman en el rostro de un hombre si se les daba la vuelta. El semiólogo Roland Barthes, autor del opúsculo Arcimboldo (Casimiro), lo califica de maestro de las metáforas y asegura que lo que “pinta no son tanto cosas, como la descripción que de ellas haría un inventor de cuentos maravillosos.
‘El cocinero’ y ‘El cocinero’ invertido
Cuentos maravillosos como el de Hansel y Gretel, de los hermanos Grimm, en el que la casa de la bruja es de jengibre, pasteles y chucherías. También los rostros de Arcimboldo son comestibles. Algunos de sus personajes tienen una seta por labios, un calabacín por nariz, un limón como colgante, cerezas en lugar de ojos, ajos en vez de orejas y una barbilla en forma de pera. La cola de un pescado puede ser la barba…
Y muchos más alimentos. Manzanas, uvas y castañas vivieron una metamorfosis gracias a este alquimista de la pintura, capaz de dotar a la carcasa de un pollo de los rasgos de un rostro. No pintaba así porque no supiera hacerlo de otra manera. También hay un Dalí (Muchacha en la ventana) y un Picasso (Ciencia y caridad) realistas. El cuadro Maximiliano II, su esposa y tres hijos, que pintó en 1563, cumple con los cánones más estrictos.
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Pero de la misma forma que hay pájaros que no pueden vivir enjaulados, la imaginación desbordante de Arcimboldo no podía encorsetarse. Tampoco se conformó solo con la pintura. Diseñó tocados y disfraces (un boceto de uno de sus trajes de dragón se conserva en la Gallerie degli Uffizi de Florencia), además de entremeses (de los dramáticos, se entiende, no los gastronómicos) y otras diversiones para la nobleza.
Se benefició de unos mecenas muy especiales. A Rodolfo II no le irritó su retrato de frutas y hortalizas, que hubiera conducido al artista al cadalso en la corte de un sátrapa. Los Habsburgo, sus patronos, “poseían gabinetes de arte y curiosidades”, recuerda Barthes. Algo así como los seres de la película La parada de los monstruos (Freaks, en el original): efigies de enanos, de gigantes, de hombres y mujeres velludos…
‘Primavera’, ‘Verano’, ‘Otoño’ e ‘Invierno’
En este contexto, las transmutaciones del pintor eran celebradas y aplaudidas. El propio Rodolfo II organizó bailes de disfraces en los que intentó adoptar la apariencia del retrato, en una vuelta de tuerca que debió satisfacer al pintor: sus cuadros no imitaban a la realidad, sino que la realidad acabó imitando a sus cuadros. ¿Cabe mayor elogio? Quizá sí. “¡Qué moderno!”, exclaman los visitantes de su colección en el Louvre.
Dicen que el arte sirve para darnos respuestas a preguntas que ni siquiera sabemos formular. Eso ocurre con Arcimboldo y sus pinturas hipnóticas. La primera impresión es de extrañeza, de sorpresa ante sus composiciones con criaturas marinas, crustáceos, flores y alimentos. Quien haya tenido la dicha de contemplar su obra Invierno tendrá la sensación de estar ante la representación más verídica (y desolada) de esta estación.
Tres puntos de vista
Un alquimista de la pintura
Los bodegones humanos
el personaje, por Rafael Bladé
Los herederos del pintor
la época, por Óscar Caballero
Así de feo se ve el invierno
La obra, por Isabel G. Melenchón
El pintor respeta los códigos y las convenciones del retrato. Y hasta sus poses de perfil (esos estrictos cánones de los que hablábamos antes), pero para invertir completamente su significado. El espectador ve primero frutas o animales amontonados, pero acaba descifrando el código oculto y captando otro mensaje. Esa es la verdadera cara del invierno: ramas secas y troncos con protuberancias que parecen venas.
Si Antonio Vivaldi es el compositor de Las cuatro estaciones, Giuseppe Arcimboldo es su pintor. Flores para la cara de la primavera. Mazorcas de maíz y melocotones para el verano. Productos de temporada para el otoño, como uvas, peras, higos y calabazas. Y la desolación de la naturaleza para el invierno, en un retrato que podría ser el del señor Scrooge, el protagonista del Cuento de Navidad, de Charles Dickens.
‘Herodes’, su cuadro más inquietante
“Con un 6 y un 4, pinto la cara de tu retrato”, decíamos de niños en el colegio. Durante un cuarto de siglo, Arcimboldo sirvió a los Habsburgo, una familia ávida de obras imaginativas que no solo no renegó de sus alegorías, sino que las espoleó y las coleccionó como coleccionaba animales exóticos en sus jardines de Praga. El pintor no utilizó el seis ni el cuatro, pero sí toda clase de alimentos. Y ramas, fragmentos de coral, astas de ciervo…
Convertía una bandeja en un yelmo. Una rodaja de limón en una escarapela. Un nabo en una nariz. Pero sin intención humorística. Su obra más inquietante quizá sea Herodes. Sorprende la mirada vacía del personaje, en realidad la ausencia de ojo, como en Invierno. La sensación de carne cruda nos obliga a aproximarnos. Y entonces los vemos: la cara está hecha con niños. Era un genio, un vanguardista del siglo XVI.
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