Primera conclusión
En México está en marcha la conformación de un proyecto cultural, no se limita a lo electoral. Los resultados del pasado 2 de junio son tan sólo una expresión de un legado político. Negarse a visualizarlo es el primer error para contrarrestarlo. La hegemonía construida alrededor de esta visión forma parte de la aspiración. Una sola forma de entender a México. Una sola manera de pensar. Un solo mecanismo para resolver. Un solo partido político para actuar.
No es que López Obrador no admire a Lázaro Cárdenas, es sólo que prefiere a Plutarco Elías Calles. Su ambición está por arriba del Maximato, desea dejar las bases de un poder estable por décadas. El revolucionario sonorense lo logró durante 71 años, antes de perder la presidencia de la República. El tabasqueño anhela algo similar. La historia es sabia en lecciones, cuanto más si esta es la repetición de una vieja experiencia.
La instalación de una narrativa es un buen comienzo para lograrlo, porque es un hecho: está instalada. El PRI y el PAN representan el pasado para millones de ciudadanos. Al estilo del régimen posterior a la revolución de 1917, los contrarrevolucionarios son traidores al origen de una lucha justa. Por lo tanto, sólo aquellos que participaron en la revolución tienen derecho a aspirar al poder. Todo se vale para impedir cualquier otra situación.
En sus orígenes, la posrevolución estuvo marcada por el asesinato. Villa, Zapata, Carranza y Obregón fueron acribillados, por citar a los más reconocidos. Para limitarlo, se creó el Partido Nacional Revolucionario (PNR), el abuelo del PRI. No hay necesidad de matarnos, todos cabemos. Hoy Morena es el bisnieto del PNR, tiene su “ADN”.
Aquí todos caben, la 4T es la nueva Familia Revolucionaria. En su nombre, AMLO absuelve culpas y les da la bienvenida. Bajo esta lógica, la ideología pasa a segundo término. Lo importante es acatar las reglas no escritas de la convivencia. Así se entiende la pertenencia de Manuel Bartlett, el ícono de los fraudes electorales de lo peor del PRI, hasta una mujer de las luchas de izquierda de antaño, como Claudia Sheinbaum.
El humanismo político de Morena equivale al Nacionalismo Revolucionario del siglo XX mexicano. Se trata menos de un adoctrinamiento que una justificación, importa más legitimarlo que entenderlo. Es una etiqueta para explicar el “ser mexicano” con su tiempo. Hay literatura, arte, cine y expresiones políticas, porque forma parte de un movimiento. En su nombre puedes hacer y deshacer, desde lo más coherente y consistente hasta lo más contradictorio. Es hegemónico en su naturaleza.
El Nacionalismo Revolucionario justificó “la dictadura perfecta” instalada durante décadas, a pesar de haber combatido a Porfirio Díaz, el dictador. Y, hay que decirlo, contó con el apoyo popular para ello. Así hoy, los abusos del poder del pasado se combaten derribando cualquier mecanismo de control frente a la nueva voluntad popular. El pueblo “soy yo”. La población votó por esta opción. Sin controles.
Asumir como “atinada” la hipótesis de la conformación de un proyecto cultural para entender el resultado del pasado 2 de junio, desestima el tradicional argumento de los “programas federales” como la causa de origen de la derrota. Por dos razones.
Primero, porque 36 millones de votos representan mucho más que el 36% de los hogares donde se recibe alguno de los 16 programas en vigor. Asumiendo, además, que todas las personas que reciben un programa votaron por Claudia, cosa que resulta poco verosímil. De hecho, según el Financiero del 5 de junio, el 49% de los que no son beneficiarios votaron a favor de Claudia, mientras que en este grupo solo el 37% lo hizo a favor de Xóchitl.
Segundo, porque de acuerdo a los análisis de estos últimos 15 días, al menos 49% de la clase media alta y 59% de la clase media votó por la candidata presidencial de Morena; de acuerdo con el INEGI, para alcanzar el status de clase media en México, un hogar debe alcanzar un ingreso mínimo mensual de 22, 927 pesos. Con esto queda claro que, el voto en México no es un asunto de clases sociales, no en el 2024.
Ahora bien, la hipótesis de la conformación de un proyecto cultural hegemónico, similar al del inicio de siglo pasado en el país, obliga a repensar dos caminos: la visión alternativa u horizonte político frente al poder, aunque sea minoritario pero distinto; y, el vehículo para lograrlo, porque al parecer los partidos tradicionales parecen agotados, por lo menos en su forma de hacer política. No es un asunto de cambiar de nombre, tanto como de prácticas. Sin embargo, aún falta profundizar el análisis en ambos argumentos. Es material para otras entregas.
Que así sea.
Juan Alfonso Mejía es Dr. En Ciencia Política y Activista social a favor de la educación.
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