¿Qué sigue en la era del Ozempic, el popular medicamento para bajar de peso?

Diabetes, pérdida de peso y, ahora, salud cardíaca: una nueva familia de fármacos está cambiando la forma de pensar de los científicos sobre la obesidad —y se vislumbran aún más usos para estos medicamentos en el horizonte—.

¿qué sigue en la era del ozempic, el popular medicamento para bajar de peso?

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Pocos fármacos han logrado el estrellato que hoy tiene la semaglutida, comercializada en Estados Unidos como Ozempic o Wegovy. Esta versión sintética e inyectable de una hormona intestinal es el emblema de una nueva categoría de fármacos inicialmente desarrollados como tratamiento para la diabetes y que alcanzó la fama en la escena médica y pública como un arma efectiva contra la obesidad. La semaglutida ha resultado ser tan exitosa que el laboratorio productor, la compañía danesa Novo Nordisk, no da abasto para satisfacer la demanda.

La Agencia de Medicamentos y Alimentos de Estados Unidos, la FDA, aprobó la semaglutida en 2017 para mejorar el control de los niveles del azúcar en sangre en adultos con diabetes tipo 2 y, años más tarde, en junio de 2021, para el tratamiento de obesidad o sobrepeso en personas con factores de riesgo relacionados, como presión arterial alta o diabetes.

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Las redes sociales impulsaron la fama del medicamento: a mediados de 2022 usuarios de TikTok viralizaron un clip en el que se decía que Kim Kardashian había usado semaglutida para bajar ocho kilos y poder ponerse un icónico vestido de Marilyn Monroe en la gala del MET, en Nueva York. En los meses siguientes, desde el ex primer ministro británico Boris Johnson hasta el empresario multimillonario Elon Musk reconocieron haber recurrido a la medicación para combatir atracones nocturnos o lucir en forma. Hoy, tres de cada cuatro estadounidenses afirma que ha escuchado hablar de estos medicamentos —y, de ellos, más de la mitad considera que es una buena opción para bajar de peso, según una encuesta de Pew Research—.

Pero en noviembre pasado, los cardiólogos eran los que tenían la mirada puesta en el fármaco. En la apertura de la reunión anual de la Asociación Estadounidense del Corazón de 2023, en Filadelfia, la presentación de los resultados de un estudio clínico generó tremendo interés: la semaglutida, aparentemente, era una nueva herramienta para tratar la enfermedad cardíaca.

El estudio, llamado SELECT, fue realizado en 41 países, sobre más de 17.000 personas con sobrepeso u obesidad y de alto riesgo cardiovascular, pero sin diabetes. Y encontró que una inyección semanal subcutánea de 2,4 miligramos de semaglutida puede, además de ayudar a las personas a bajar en promedio 15 % de su peso original, reducir el riesgo de infarto, accidente cerebrovascular o muerte en un 20 %. Es un tipo de efecto que lo pone en la misma categoría que otros medicamentos que evitan eventos cardiovasculares, como las dosis bajas de aspirina, los antihipertensivos o las estatinas para reducir el colesterol.

Del estudio, los científicos pueden desprender el número de personas que es necesario tratar para producir el beneficio buscado en una de ellas, una medida de eficiencia similar a la que podría usar un equipo de fútbol que calcula cuántos disparos al arco en promedio deben realizar sus jugadores para que uno de ellos termine en gol. En este caso, los científicos calculan que, si durante 40 meses se tratan 67 pacientes sin diabetes, pero con sobrepeso u obesidad y alto riesgo de sufrir un evento cardiovascular, se evitará un evento cardiovascular mayor, como un infarto, un accidente cerebrovascular o una muerte por enfermedad cardíaca. A modo de comparación, es la misma cantidad de pacientes con antecedentes cardiovasculares que deben tomar aspirina o fármacos para la hipertensión durante 60 meses para evitar un solo accidente cerebrovascular.

Con base en los resultados del estudio, a principios de marzo la FDA aprobó el uso de semaglutida inyectable para reducir el riesgo de muerte cardiovascular, infarto de miocardio e ictus en adultos con enfermedad cardiovascular y que presentan obesidad o sobrepeso.

“Es un hito. Por primera vez tenemos un medicamento, la semaglutida, que no solo hace perder peso, sino que también reduce la formación de la placa ateroesclerótica y evita muertes y eventos cardiovasculares”, señala Paola Harwicz, cardióloga y especialista en obesidad radicada en Buenos Aires, que dirigió el Consejo de Cardiometabolismo de la Sociedad Argentina de Cardiología y participó en el encuentro en Filadelfia. Varios estudios demuestran la efectividad del fármaco para reducir la formación de la placa ateroesclerótica, entre ellos uno realizado en pacientes con diabetes tipo 2 en el que, tras cuatro meses de tratamiento con semaglutida, se redujo 13 % el grosor de la arteria carótida, un marcador clínico de la aterosclerosis.

Un papel para la semaglutida y otros fármacos relacionados en la prevención de enfermedades cardiovasculares —la causa de una de cada tres muertes en el mundo— aumenta aún más las perspectivas de estos medicamentos en el mercado y amplía el universo de especialistas que podrían prescribirlos. Además, reposiciona el presentar sobrepeso u obesidad como uno de los principales factores de riesgo verdaderamente modificables de la enfermedad cardiovascular.

Lidiar con los kilos de más

Según el abordaje médico clásico, para perder peso debe existir un desbalance entre las calorías que se ingieren y las que se queman: o se come menos o se gasta más. Sin embargo, en los últimos 30 años, nueva evidencia ha demostrado que es mucho más complicado, señala Julio César Montero, médico nutricionista y presidente de la Sociedad Argentina de Obesidad y Trastornos Alimentarios.

El pensamiento emergente entre los que trabajan en este campo, y recogido en un pronunciamiento de la Endocrine Society, es que la obesidad se debe a dos procesos relacionados, pero distintos: el ya mencionado desbalance energético (ingerir más calorías de lo que el cuerpo gasta) y el restablecimiento del peso corporal “objetivo” —el peso que el cuerpo determina como su meta— en un valor aumentado.

Las personas con obesidad presentan un trastorno del sistema de homeostasis energética, que es el proceso biológico que mantiene la estabilidad del peso mediante la adecuación activa de la ingesta de energía al gasto energético a lo largo del tiempo. Así, el cuerpo responde a la pérdida de peso intentando tenazmente recuperar los kilos perdidos y volver a su peso objetivo —de valor aumentado—.

El mecanismo detrás de esa búsqueda del cuerpo de volver al peso inicial aún no se entiende en su totalidad, pero explica por qué es tan difícil lograr un tratamiento eficaz para manejar la obesidad. Se calcula que solo una de cada cinco personas que, con dieta y ejercicios, disminuye entre el 5 % y el 10 % de su peso inicial en el curso de seis meses logra mantenerlo más allá del año. Un estilo de vida más sedentario y la amplia oferta de alimentos ultraprocesados ha hecho aún más difícil perder peso y mantener esa reducción. Se proyecta que para el 2035 más de la mitad de la población mundial podría tener sobrepeso u obesidad.

Hasta ahora, los fármacos tradicionales contra la obesidad han resultado tener efectividad limitada. La mayoría actúa sobre señales químicas cerebrales —neurotransmisores— para reducir el apetito, un enfoque inaugurado en los años sesenta por la anfetamina y continuado hasta la actualidad por algunos derivados y otros fármacos más seguros. Otra medicación es orlistat (comercializado también como Alli o Xenical), que reduce la absorción de grasa de los alimentos.

Pero para todos estos fármacos los efectos en el corto y mediano plazo son relativamente modestos, logrando una reducción de entre el 6 % y el 10 % del peso inicial. Además, los efectos adversos, desde insomnio, nerviosismo y aumento de la presión arterial, hasta diarreas o incontinencia fecal, limitan su utilización más extendida.

Las hormonas, el intestino y el cerebro

En busca de nuevas formar de entender y tratar la obesidad, en las últimas décadas los científicos voltearon su mirada a las hormonas secretadas por el intestino.

Específicamente, el foco de la investigación se ha centrado en una decena de hormonas que tienen roles en torno a optimizar el proceso de digestión y absorción de los nutrientes de los alimentos que comemos.

La nueva estrategia “ha cambiado el panorama terapéutico de la obesidad para apuntar a los mecanismos subyacentes” y ha impulsado “una auspiciosa nueva era de medicamentos altamente efectivos”, señalan la endocrinóloga Ania Jastreboff, de la Escuela de Medicina de Yale, y su colega Robert Kushner, de la Universidad Northwestern, en un artículo en el Annual Review of Medicine de 2023.

Una de esas hormonas es el péptido similar a glucagón de tipo 1 o GLP-1, descubierto en los años ochenta. La semaglutida, la molécula activa de Ozempic y Wegovy, es una versión sintética de la de la GLP-1 que imita su acción. Al igual que la GLP-1 y que otro fármaco, la liraglutida, lanzado al mercado en 2010, suprime la liberación de glucagón —una hormona que secreta el páncreas para elevar el nivel de azúcar en la sangre—. También promueve el crecimiento y el funcionamiento de las células beta pancreáticas, responsables de producir insulina, la hormona que asegura que el azúcar de los alimentos entre a las células del cuerpo para darles energía.

Ambos mecanismos regulan los niveles de azúcar en sangre y explican por qué estos medicamentos fueron pensados inicialmente para enfrentar la diabetes. Una serie de estudios clínicos llamados SUSTAIN, que evaluaron el fármaco en unos 8.000 pacientes con diabetes tipo 2, demostraron que la semaglutida es más eficaz que otros fármacos disponibles (sitagliptina, comercializada como Januvia; exenatida o Byetta; dulaglutida o Trulicity, y la insulina glargina o Lantus) para reducir los valores de hemoglobina glicosilada —un test que mide el nivel promedio de glucosa o azúcar en la sangre en los últimos tres meses—. Mantener los niveles de azúcar en la sangre dentro de los valores ideales es una meta en el tratamiento de la diabetes para evitar complicaciones de la enfermedad.

Pero muy pronto se advirtió que estos fármacos venían con un plus, dado que el GLP-1 no solo actúa sobre el páncreas. También actúa sobre centros del cerebro que controlan el apetito, y disminuye los movimientos del estómago y su vaciado, por lo que las personas se sienten llenas por más tiempo. En conjunto, estos mecanismos contribuyen a reducir la ingesta de alimentos, pero, a diferencia de antiguos medicamentos contra la obesidad, “lo hacen de una manera más fisiológica, con pocos efectos adversos”, apunta Montero. Uno de los mejores efectos, agrega, es que quitan sufrimiento, porque calman la ansiedad por comer. Los pacientes reportan un menor deseo de consumir alimentos muy condimentados y salados, o ricos en harinas, así como un mejor control sobre los antojos.

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Para Harwicz, la semaglutida puede ser un facilitador que ayuda a las personas a tomar mejores decisiones. Uno de sus pacientes, un hombre que pesaba más de 160 kilos con antecedentes de diabetes, que había fracasado en múltiples intentos de perder peso, pudo bajar 35 kilos —más de 20 % de su peso corporal— con inyecciones semanales del fármaco, junto a educación alimentaria y un plan de actividad física a medida. “Él realmente siente que lo logra porque el medicamento lo está ayudando”, dice. “Es importante modificar el estilo de vida, la medicación no es algo mágico. Pero la gente puede elegir mejor sus comidas y reducir la cantidad de lo que come con mucha más tranquilidad”.

Por supuesto, como todo fármaco, la semaglutida no funciona en todos los pacientes ni todos la toleran. En el estudio SELECT, por ejemplo, 16,6 % de los participantes que recibían semaglutida abandonaron el ensayo por efectos adversos, sobre todo, problemas digestivos como náuseas, vómitos y diarreas.

Lo que viene

Todo indica que la semaglutida inyectada es solo el comienzo en esta nueva era de fármacos para perder peso. Además de una versión oral de semaglutida en altas dosis que mostró efectos prometedores en estudios y se espera que pronto sea aprobada, se anticipa un tsunami de resultados de ensayos clínicos de nuevos fármacos que también operan en el eje intestino-cerebro y recrean la acción de otras hormonas intestinales y pancreáticas.

Una de ellas es el polipéptido insulinotrópico dependiente de la glucosa (GIP), que favorece la liberación de insulina después de las comidas y también reduce el apetito. Otra hormona es el glucagón, que contrabalancea la acción de la insulina elevando el nivel de azúcar en la sangre, ayuda a eliminar la grasa del hígado y aumenta la saciedad. Y una tercera es la amilina, que retrasa el vaciado del estómago, acelera la saciedad y disminuye el deseo de comer.

En conjunto se los ha bautizado como “tratamientos basados en hormonas estimuladas por nutrientes”, porque remedan la acción de hormonas que se liberan o funcionan cuando células especializadas que actúan como sensores del tracto digestivo detectan la ingestión de alimentos. Y prometen potenciar los efectos adelgazantes, solos o combinados, incluso mediante un reinicio fisiológico que evite que el cuerpo vuelva obstinado a una especie de rango de peso al que parece predestinado. En otras palabras, reduce la tendencia del cuerpo por recuperar los kilos perdidos.

Uno de estos nuevos fármacos, la tirzepatida (comercializada como Mounjaro o Zepbound), de Eli Lilly, que actúa a la vez sobre los receptores de GLP-1 y GIP, obtuvo en noviembre de 2023 la aprobación de la FDA para tratar la obesidad. Uno de los estudios clínicos de este fármaco mostró que llega a producir un descenso promedio de 25,3 % del peso inicial en quienes recibieron una inyección semanal durante 88 semanas.

Otro fármaco experimental de Eli Lilly, retatrutida, apodado como “triple G” porque actúa sobre los receptores de GLP-1, GIP y glucagón, podría ser el siguiente en la lista. En junio de 2023, un estudio liderado por Jastreboff mostró descensos de peso nunca vistos con un fármaco. Los pacientes sin diabetes, por ejemplo, promediaron una pérdida de 24 % de su peso corporal en apenas 48 semanas (11 meses). Y en el grupo con la mayor dosis, una cuarta parte de los pacientes bajó más de 30 %, lo que se acerca a los resultados de la cirugía bariátrica, altamente efectiva para la pérdida de peso, pero más drástica.

“Nunca imaginé que los médicos tendrían que preocuparse de que nuestros pacientes perdieran demasiado peso al tomar un medicamento contra la obesidad”, dice Kushner. “Este es realmente un interesante punto de inflexión en la ciencia y en la práctica de la obesidad, un importante cambio de paradigma en cómo pensamos y manejamos a las personas que viven con obesidad”.

Kushner y Jastreboff sugieren en su artículo que la combinación de varios de estos medicamentos basados en hormonas podría atacar los numerosos mecanismos entrelazados de la obesidad. Montero concuerda: “Hay un enjambre de hormonas que forman una telaraña. Y tocar más de un hilo a la vez puede mover mejor la telaraña, potenciando el efecto y haciendo que las intervenciones sean más confortables, con menos eventos adversos”, dice.

La semaglutida y la tirzepatida, por otra parte, también podrían proporcionar beneficios para tratar otras enfermedades, como el trastorno por abuso de alcohol y otros comportamientos compulsivos o adictivos, como fumar, hacer compras sin control o comerse las uñas. Los fármacos también reducen la inflamación, lo cual podría ayudar a limitar el daño a distintos órganos y estructuras, como el riñón o las articulaciones. También hay estudios preliminares sobre los efectos del fármaco en la prevención del cáncer o en el tratamiento del párkinson y del alzhéimer, aunque todavía se requieren más estudios para confirmarlos. Los editores de Science señalaron que ningún avance científico de 2023 había sido tan transformador en tantos campos, impactando desde los mercados financieros hasta la cultura popular.

Pero, como toda innovación médica, también se asoman desafíos ineludibles en el horizonte. Aunque los efectos adversos visibles de las versiones sintéticas de la de la GLP-1 —como náuseas, vómitos, constipación y diarrea— suelen ser leves y limitados al tracto gastrointestinal, otras complicaciones más inusuales, pero graves, despertaron cierta preocupación, como un posible mayor riesgo de pancreatitis. Además, estudios en animales (aún no demostrados en humanos) sugieren que hay un vínculo con el riesgo de cáncer de tiroides.

Otra barrera es el costo de estos medicamentos. En Estados Unidos, el tratamiento mensual con semaglutida cuesta casi 1.000 dólares, mientras que el precio baja casi 10 veces en países como Japón, Reino Unido y Australia. En Latinoamérica, donde las tasas de obesidad han crecido más rápido que en el resto de las regiones del mundo, el fármaco sigue siendo poco accesible para el grueso de la población. En Argentina, por ejemplo, en marzo una lapicera de Ozempic que permite aplicar cuatro dosis de 1 mg costaba 409.000 pesos argentinos, lo que equivale a más de dos salarios mínimos en ese país. Tomando en cuenta que la dosis utilizada en el estudio SELECT era 2,4 mg a la semana se necesitarían poco más de dos lapiceras al mes para cubrir esa dosis.

Además, los estudios muestran que los beneficios sobre el peso se desvanecen o disminuyen fuertemente cuando se deja de recibir el tratamiento, por lo cual habría que continuarlo a largo plazo. Por ejemplo, una investigación publicada en 2022 encontró que los pacientes recuperan dos tercios del peso perdido al año de abandonar la medicación.

“Nuestro entusiasmo como clínicos con estos fármacos disminuye si se piensa desde el punto de vista de la salud pública”, dice Patricio López Jaramillo, endocrinólogo, investigador y rector de la Universidad de Santander, en Bucaramanga, Colombia. En su opinión, el uso de los medicamentos debe enmarcarse en un conjunto social más amplio que vaya más allá “de la visión racional, lineal y disciplinaria de los especialistas médicos”.

“Los nuevos medicamentos contra la obesidad deben ser considerados como una herramienta útil, si se mejora el acceso financiero”, dice. Y su uso “debe ser enmarcado dentro de acciones y programas globales que permitan que las poblaciones tengan posibilidades reales de practicar hábitos de vida saludables, como hacer ejercicio, seguir una dieta variada y no fumar”.

Kushner señala que se necesita reexaminar los consejos de estilo de vida que se le dan a las personas que usan estos nuevos medicamentos, quitando relevancia al recuento de calorías o a los registros diarios de la balanza. Por ejemplo, habría que poner más foco en los resultados de salud que en la pérdida de peso, alentar el consumo de proteínas de alta calidad y enfatizar la importancia de la actividad física y los ejercicios de resistencia para preservar la masa muscular.

Una opción podría ser utilizar pruebas para predecir qué pacientes tendrán mejores resultados con los distintos medicamentos y quiénes, tal vez, deberían pensar en cirugías u otros abordajes. “No todos los pacientes responden al tratamiento”, explica Andrés Acosta, médico e investigador ecuatoriano que lidera el Laboratorio de Medicina de Precisión de la Obesidad de la Clínica Mayo, en Rochester, Nueva York. Por eso es importante identificar a quienes se beneficiarían más, agrega.

Acosta, por lo pronto, cofundó una empresa que en 2023 lanzó un test que identifica a los pacientes con un rasgo que ellos llaman “intestino hambriento” (hungry gut), y que caracteriza a aquellas personas que movilizan rápido los alimentos desde el estómago y, en consecuencia, pierden más rápido la saciedad. Ese podría ser un subgrupo que se beneficiaría particularmente de estos nuevos medicamentos. Para un mercado de fármacos contra la obesidad que podría llegar a mover 100.000 millones de dólares para 2030, no está de más asegurar que los recursos se inviertan en los pacientes que podrán sacarle el mayor provecho.

* El artículo fue publicado originalmente en Knowable Magazine.

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