García Márquez y el reportaje: una poderosa mezcla “para expresar la vida cotidiana”

Con la convicción de que la mejor noticia no es la que se cuenta primero, sino la que se cuenta mejor, García Márquez escribió sobre derrumbes, naufragios, guerra, cine y otros temas. Este texto hace parte de “Diez años de soledad”, el especial sobre el escritor colombiano, a propósito de los 10 años de su muerte, que se cumplen este 17 de abril.

garcía márquez y el reportaje: una poderosa mezcla “para expresar la vida cotidiana”

Los reportajes de García Márquez, en especial los publicados en su etapa de El Espectador, componen una obra magistral en sí misma y no un mero laboratorio estético.

Eran largos y envolventes como ver llover en Macondo, tenían frases que no se adaptarían a las estrategias SEO de muchos medios actuales, abusaban –según los estándares vigentes– de los adjetivos, y lanzaban no pocas hipótesis osadas, más propias de la especulación reflexiva o de la deriva personal –pero atenta– que de la afirmación monolítica. Y, sin embargo, o por eso mismo, tienen mucho que decir a los reporteros, editores o cronistas (palabra que no era moda en su tiempo) de hoy: sus textos eluden la ansiedad sintáctica de la cita –tantas veces empleada gratuitamente– o la recurrencia vana de cifras y números, y favorecen el corazón propio del relato, el cultivo de la mirada puesta con vehemencia en un lugar. El reportero ha tenido tiempo de reunir y pensar en su material, ponderar y cosechar –o desechar–, como Melquíades tratando de descifrar su manuscrito.

Quizás la mejor frase que legó García Márquez sobre el oficio periodístico no sea aquella tan manida sobre “el mejor oficio del mundo”, sino la que sostiene, con artesana sencillez, que “la mejor noticia no es siempre la que se da primero, sino muchas veces la que se da mejor”. Esa reflexión, pronunciada en 1996 en un discurso durante la Asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa, en Los Ángeles, resuena hoy más fuerte justamente porque resulta anacrónica, cuando muchos medios de comunicación o plataformas periodísticas compiten o tratan de amoldarse a la velocidad de las redes sociales y su viralidad, y los periodistas se ajustan a la coyuntura, la tendencia o a los motores de búsqueda de internet para decir algo que mañana posiblemente pase desapercibido.

En García Márquez, “dar mejor” una noticia no es otra cosa que escribirla bien –escribirla después, incluso de último–, en especial si se trata de un reportaje, el género de prensa que para él estaba mejor equipado “para expresar la vida cotidiana”, como afirmó en sus memorias, Vivir para contarla (2002). La lección o enseñanza se deriva de sus días en El Espectador, el medio en el que cumplió su “sueño esquivo de ser reportero”, no solo por la confianza que recibió de sus colegas y por el ambiente alentador que encontró, o porque fuera enviado a cubrir sucesos trágicos y pudiera intensificar o transgredir lo que había hecho en sus notas o columnas de La Jirafa, sino también por un detalle que se remarca poco y lo cambia casi todo: el dinero.

Después de un breve proceso –más bien protocolario– para ser admitido como redactor de planta, el joven García Márquez (26 años, enjuto, bigotudo; y fumador) llegó en febrero de 1954 a la redacción del diario ubicada por entonces en la Avenida Jiménez de Bogotá, dirigido flamantemente por otro veinteañero y heredero de los fundadores, Guillermo Cano. El autor de “La tercera resignación” –su primer cuento publicado, que salió en el suplemento Fin de semana de ese diario en septiembre de 1947– fue atraído con un salario de 900 pesos, una suma buena para la época con la que incluso podría ayudar a su familia. El diario vespertino contaba entonces con “dieciséis páginas apretujadas, pero sus cinco mil ejemplares mal contados se los arrebataban a los voceadores casi en las puertas de los talleres, y se leían en media hora en los cafés taciturnos de la ciudad vieja”, escribió el futuro nobel en sus memorias.

De ese furor participó con sus reportajes, que publicaba a veces por entregas, a veces de una sola tirada de periódico, y que alcanzó una cima indiscutible con la publicación de una obra en primera persona que en principio no apareció firmada por él, sino por su protagonista: el marinero Luis Alejandro Velasco, que sobrevivió diez días a la deriva en aguas del Caribe tras el naufragio del destructor Caldas de la armada nacional. La historia, titulada “La verdad sobre mi aventura”, se publicó en catorce entregas a lo largo de abril de 1955, y se vendió como pan caliente, cuando ya estaba más bien frita la noticia del naufragio, pero se desconocían los pormenores del suceso y la historia de contrabando detrás de una institución del estado. García Márquez diría que aquel libro, el primero que escribió, que le costó el exilio durante la dictadura de Rojas Pinilla y que aparecería quince años después con el título Relato de un náufrago, era su preferido.

Sus reportajes son un fragmento de la vida cotidiana de un país, de un mundo. Por ellos nadan héroes solitarios, impensados y casi inverosímiles como el marinero Velasco. Recogidas en Entre cachacos, el segundo de sus cinco volúmenes de obra periodística, en las piezas de El Espectador (1954-1955) leemos de las paradojas de regiones fértiles, educadas, organizadas políticamente, pero olvidadas como el Chocó, de un doblemente trágico derrumbe de tierra en Antioquia, del primer sobreviviente a la bomba de Hiroshima que llegó a Colombia, de la fe y la religiosidad que le profesan a una santa –especie de Mamá Grande– en una aldea de la Costa, de un torero colombiano que encuentra su vocación toreando a una vaca y haciéndose pasar por español; y de boxeadores, poetas, escritores, pueblos fantasmas, carnavales de Barranquilla, Aracataca “con sus cinco repetidas y trepidantes vocales”, y tantos otros asuntos que ensanchan los límites del informativo género del reportaje.

De los textos menos comentados están los de cine –Jacques Gilard afirma en el exhaustivo prólogo que no son sus piezas más logradas. Pero se reconoce en especial su condición pionera al hablar como nadie lo hacía en el país, de lo que sucedía en las carteleras de una ciudad. Los empresarios y distribuidores se quejaron de esa labor, lo que llevó al diario a salir en su defensa por considerar necesaria la crítica de piezas cinematográficas buenas o malas, un ejercicio que antes de ahuyentar atraería a los espectadores. De manera que la crítica cultural, el periodismo regional, la corresponsalía nacional (e internacional), el comentario editorial y humorístico fueron asuntos importantes en esos dos años, una etapa deudora de sus columnas costeñas y crónica anunciada de lo que vendría después, pero que constituye una obra extraordinaria en sí misma.

Los enfoques que desarrollaba eran inesperados, justos: en su reportaje en tres partes sobre los veteranos de Corea, cada página apunta a desentrañar el problema de aquellos soldados que, heridos de forma visible o invisible, eran rechazados al regresar a su propio país, un hecho que el reportero trata como lo que es: por un lado, un malentendido social y mediático; por otro, un problema de salud mental o de discriminación laboral que a nadie preocupa. El reportero tampoco parece obsesionado casi nunca por un personaje o figura, sino con un fenómeno o un acontecimiento; o en todo caso con lo que unos individuos tienen que decir o revelar sobre cualquier hecho que queremos averiguar de qué se trata. La vida cotidiana, al fin y al cabo, que se narra en “El cartero llama mil veces” (casi un cuento disparatado sobre las cartas que nadie recibe ni se devuelven en una oficina de correos). Al final del texto sobre Hiroshima, cuando se ha hablado de la destrucción y del levantamiento de la ciudad sin contar un solo muerto, García Márquez dice que en ese lugar se encuentra una calle de más de cien metros, la “más ancha del mundo”. Y remata: “Pero para transitar por esa calle hacen falta las 240.000 personas que murieron en la explosión”. Una forma reveladora y humanizada de dar cifras, y que encierra una postura tanto ética como estética.

Con el pasar de las páginas –no de los días: lo que estaba en un diario impreso ahora es libro de papel o digital– la forma de estructurar la redacción se hace menos reiterativa, más precisa, y la escritura se despoja de algunos “malabarismos líricos”, suponemos que con ayuda del editor Jorge Salgar, su mejor maestro en el diario. Pero no hay que engañarse: la escritura no se muestra exactamente como una progresión o una evolución, sino como un proceso: en ficciones sueltas aparecen personajes de sus libros, o casos tratados como después trataría ciertos temas en sus obras clásicas, o reporteados como después lo haría –o ya lo hacía– al investigar para sus novelas y así complementar o torcer relatos oficiales, familiares, ficcionales.

Casi nadie empieza a leer a García Márquez por el principio –es decir, por su literaria y poética obra periodística. Leerlo en cualquier momento es preguntarse, asombrado: “¿Esto podía hacerse? ¿Cómo lo hizo?” Recuperado el aire, sentimos casi siempre el soplo de cualquiera de sus narraciones. “En esta casa llueve más por dentro que por fuera”, dice una viuda y damnificada de nombre Emilia Pérez en la crónica del derrumbe. En efecto, sus reportajes, tan híbridos como la crónica ornitorrinca bautizada por el escritor Juan Villoro, tampoco pretenden olvidar que un texto periodístico, aunque fiel a los hechos, es una construcción de la imaginación y la creatividad, y en ello siempre hay un trabajo de investigación e invención, aunque no haya mentira ni falsedad. Algo que la Inteligencia Artificial nunca podrá hacer ni entender.

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