La pimienta en los ojos o una definición de progresismo

la pimienta en los ojos o una definición de progresismo

Los días tienen las cosas claras; sobre todo, los miércoles. El 12, día en que se trató en el Congreso la Ley Bases y, fuera del Congreso, las fuerzas bullrichianas de una ministra ex montonera, ahora libertaria y mañana marciana o venusina, arremetieron contra la gente, cosa que vienen practicando desde diciembre, y también rociaron con pimienta los ojos de unos diputados políticamente correctos que querían dialogar para evitar la represión.

Un diálogo así, de ésos tan raros, no siempre es imposible, como nos lo recuerda la fábula del escorpión y la rana con su correspondiente moraleja. Los diputados venían por la calle tomados de la mano como chicas que van a un baile, aunque el baile era otro y no precisamente con música bailable, pero la mentalidad socialdemócrata no sabe de ciertas sutilezas o prefiere ignorarlas en aras de lo que cree ser su pensamiento.

"Dialoga, dialoga, que algo queda." No importa con quién sea ese diálogo, porque el fin es el mismo: que todo siga como está bajo la apariencia de que algo cambió. Así pasa lo que pasa y pasó lo que pasó, como mostró cierta vez con sumo ingenio un humorista francés cuyo nombre se nos escapa, cuando los hippies, en su época de auge, se manifestaban con carteles que decían "Hagamos el amor, no la guerra" y las fuerzas policiales los agarraban y les hacían el amor, en su versión explícita.

Dialogar, no importa con quién ni para qué, es la premisa de todo progresista, socialdemócrata o ser políticamente correcto que se precie, y se la utiliza para salvaguardar lo que, en el fondo, siempre se quiere salvaguardar: un modelo de vida o de explotación o como se llame.

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Uno de esos tibios diputados rociados con el pimentón vaporizado, ya recuperado del trance y previo paso por el Hospital Santa Lucía, se lo dijo sin pelos en la lengua, y frente a cámara, a la ministra que ordenó usar el vaporizador. Para un ser políticamente correcto, o sea, un tibio, es imprescindible dialogar, y es así desde que Dios se los sacó del cielo y escupió los tibios a la tierra.

Un observador que ese miércoles haya mirado desde afuera los hechos que acontecieron alrededor del Congreso, y desde afuera por no creer en nada o creer en muy poco –la voz de Gardel, por caso–, o no ser senador ni diputado, o no estar en las calles aledañas, en cuerpo, al menos, por la razón que fuera, o no cobrar en dólares ni en euros ni en millones para decir sandeces, o sea, uno del pueblo raso que sólo puede dialogar con su vecino o vecina por estar a su altura, la de la pobreza, posea o no un trabajo, o la indigencia, si no lo posee, en fin, ese que mira desde afuera tampoco sabe por qué dialogan los dialoguistas, aunque de verlos y oírlos una vez, otra vez, dialogar y dialogar, unos con un énfasis que hasta se les hincha la vena del cuello, otros con una moderación que, hasta si se les hinchó, se les deshincha, ese que mira desde afuera, pues, irá sabiendo, con el tiempo, por qué dialogan y no tarda mucho en darse cuenta de que lo sabe para siempre.

Saberlo no significa que sepa reaccionar, es más, cuando reacciona, harto de tanto dialogador, suele hacerlo para el carajo, sea el carajo de un Hitler al que no le iba bien con la pintura o el carajo de un Milei que aparece como los bichos en los zócalos, sin que esta analogía nos lleve a confundir un huevo de serpiente con un leoncito de peluche.

Los votantes, que no son de pensar más allá de Gran Hermano o Susana Giménez, reaccionan, en frío o en caliente, extrayendo de su bagaje intelectual, herramientas como "me gusta cómo habla", "es lo que a mí me parece", "síganme, no los voy a defraudar".

El diputado tibio-pimientado se lo explicó muy bien a la ministra bullrichiana, hasta como enfrentándola, y es buen ejemplo de lo que pasa en la Argentina y extramuros. Pero los tibios no son inocentes, por lo contrario, son ladinos y sinuosos, pues simulan defender lo que no defienden, porque iría en contra de sus propios intereses de casta, de clase, de políticos.

Se lo dejó bien clarito el diputado a la ministra cuando los ojos ya no le lagrimeaban por la pimienta, a la nochecita de ese miércoles 12, justamente, cuando el Congreso, como un barco somnoliento, iba rumbo a la medianoche, a traspasarla para votar la Ley de Bases, con los terraplanistas de un lado, votando con frialdad por el sí, y los tibios, del otro, votando recalientes por el no, o sea, los tibios que ahora ardían, como arden siempre los progresistas cuando se queman en sus propias hogueras y les dicen "bueno, hasta acá llegaron".

Y ocurrió lo que preveían los que prevén –astrólogos, entre otros–, un empate en 36. Algún lector de poesía se habrá acordado, entonces, cuando en la Argentina había cultura y utopías y el "Turco" Asís andaba entre las mesas del Café La Paz con una valijita de vendedor de sueños, de aquel verso de Szpunberg: "Te has muerto aunque sabías que morirse es algo así como empatar sobre la hora".

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El desempate caería como un témpano, no porque no se supiese, sino porque lo decidiría la voz de un rostro de mirada glacial, amén de que lostémpanos siempre hacen recordar al Titanic. De todos modos, lo que sucedía en el Congreso no pasaba de un chiste, por dramáticos que se mostraran sus actores, un partido de solteros contra casados que, ganase quien ganase o terminara en empate, luego todos juntos se irían a comer un asado y a festejar la democracia.

Porque el diputado lleno de pimienta se lo había dicho clarito a la ministra llena de fiereza y admiradora hoy de Bukele como de Firmenich en otros tiempos. Lo que Caperucita le hubiese dicho al Lobo: que ambos estaban en el mismo cuento.

Un empate en 36 y un árbitro hecho témpano también hacían recordar el casino, entre apostadores mimetizado el Hado frente a la mesa de ruleta cuando la bolilla, en vez de caer entre los 36 de rojo o negro sobre el paño o en la bandeja dando vueltas, cae en el verde cero, que nunca dice nada porque en su callar lo dice todo.

Es un escalofrío que recorre la espalda. Lo más caliente de ese miércoles ocurrió, sin embargo, con esos tibios que no eran senadores sino diputados, y andaban fuera del "recinto" –como lo llaman entre amigos–, por la calle, tomados de la mano como chicas que van al baile, pero iban, en verdad, a dialogar con algún representante de las fuerzas bullrichianas listas a reprimir.

¿Con cuál de ellos? Se ignora, porque en uniforme todos se asemejan y un galón u otro galón no hacen la diferencia; en actitud, todos son idénticos. "¡Por eso se le llama uniforme!", te vino a la memoria ese teniente de tu colimba en los setenta en La Plata, en el 7 de Infantería Coronel Conde, cuando gritó "¡uniforme!" como otros gritan "¡carajo!" para hacerse los hombres, en fin, algo triste, porque para que se aboliera el servicio militar tuvo que ocurrir el crimen del soldado Carrasco.

No se sabía con quién dialogarían esos diputados, pero iban a dialogar, de lo contrario un tibio se asfixia, como sin aire, y en eso estaban frente a los uniformados cuando uno de éstos, que apareció como un fantasma por detrás y encima de los de primera línea para desaparecer luego al instante, se asomó y los roció con gas pimienta en el rostro, traído de los armarios del Ministerio de Seguridad por estipulación del "protocolo".

No confundir "protocolo" con "pochoclo", aunque se trate de la misma película; en un caso, cómo se la ve por acá; en el otro, cómo se la ve por allá, pero en ambos, ganan los "buenos", vencen a los extraterrestres venidos de un planeta socialista para invadir la Tierra.

La intervención del uniformado pimientoso contra los diputados políticamente correctos produjo, de inmediato, un clímax semejante al de un zorro que entra en un gallinero, desatando un alboroto "diputeril", si se nos permite el término, como monos que se espantan las moscas haciendo ademanes y morisquetas, en un desesperado afán por quitarse el capitalismo de los ojos que les provocaba momentáneas cegueras y derivó en el traslado urgente al Hospital Santa Lucía, que, por suerte, no lo habían privatizado ni tirado abajo para hacer un edificio más alto que las Torres Petronas que dé frente al río color de Lugones, hoy que está medio de moda ser león, empezando por el de pacotilla que "ruge" ¡miaus! en el programa de Alejandro Bercovich.

Un despropósito, rociar con gas pimienta a diputados progresistas, una cosa es el Polo Obrero y otra, esta buena gente. Y todo, mientras en la teatralidad del Congreso se discutía la loable Ley Bases que calientes y tibios votarían con un sí o con un no, como parte de la puesta en escena, para traernos felicidad dentro de cuatro siglos, en que tribus errantes de argentinos vagarían por la estepa patagónica entre esqueletos de dinosaurios, para atracción de los turistas dela OTAN y japoneses con sus cámaras. You know? I'm a cholulo. Okay?

Horas después, ya repuestos los tibios del insidioso ataque de la ministra de alma helada vía sus subordinados, se pudo apreciar, en todo su esplendor, lo que es un tibio, un progresista, un socialdemócrata, un políticamente correcto, un "bueno" en inglés estadounidense, porque los del imperio original no eran, por lo pronto, infantiles.

En fin, que el tibio Eduardo Valdés, diputado de Unión por la Patria, del grupito de los vaporizados con el gas, se dirigió a la ministra con un acento memorable, digno del mejor Balbín, y le espetó, con la firmeza de quien sabe que el verbo "espetar" debe sonar enérgico y amable a la vez, sin herir, como un sopapillo, no un balazo, le espetó: "Señora ministra, acabe con su lógica de amigo–enemigo. Nosotros no queremos cambiar el sistema". Perón jamás lo hubiera dicho así, cometiendo tal disparate; se hubiera limitado, a lo sumo, a echar a la gente de la plaza.

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Claro que comparar a Valdés con Perón es como querer comparar a un protozoario con un vertebrado. ¿Era preciso el gas pimienta para llegar a una conclusión tan reveladora? La de: "¡Nosotros no queremos cambiar el sistema!", y punto. ¿Dejar casi ciego a un progresista que ya nace con ceguera, no importa si por conveniencia o estupidez? Una ceguera que tampoco es la de un Homero o un Borges, sino la de un wing izquierdo que se probó en Sportivo Barracas en los años treinta y al que lo apodaban "el ciego" por cómo corría con la pelota. "Pásensela al ciego Baldés", le gritaban. Sí, con be larga.

Por último, una reflexión sobre la izquierda, ya que hablamos tanto de derecha. Sobre la izquierda en serio, la que sí quiere cambiar el sistema. ¿No le sería más provechoso usar un gas que, en vez de cegar con lo imposible de cambiar todo de la noche a la mañana, abra los ojos a lo posible del día a día? Para producir, por ejemplo, algún efecto cuando se presenta en el campo electoral, donde no deja de tenérsela en cuenta, por lo general, salvo excepciones, con magros resultados.

El diputado lleno de pimienta se lo había dicho clarito a la ministra llena de fiereza y admiradora hoy de Bukele como de Firmenich en otros tiempos. Lo que Caperucita le hubiese dicho al Lobo: que ambos estaban en el mismo cuento"

Es decir, un gas como esos que usan los globos aerostáticos para ir cobrando altura. Un globo rojo, que ascienda hacia un estadio superior, artístico, diríamos, como en aquel filme de Albert Lamorisse que, en los setenta, una época culta, no como ésta, se proyectaba siempre inseparable de otro filme suyo, el de un caballo de crin blanca.

La Historia es díscola, desordenada, intemperante, da sorpresas donde menos se las espera; sorpresas bellas, rara vez; a menudo, desgraciadas, como esto que hoy anda dando vueltas por todos lados.

Lo que cambiará el mundo, si algo lo va a cambiar, es una sociedad cuya aspiración suprema sea el ser humano, aquello que alguna vez quiso Dios, mientras existió. No para hacer un capitalismo bueno, sino para que no haya más capitalismo"

La izquierda, entonces, ¿no debería ralentizar, sin resignarlo, su objetivo de máxima, que es cambiar el sistema, para acelerarse con propuestas de mínima? No las del progresismo, porque el progresismo es parche sobre parche, cambiar algo para no cambiar nada, el viejo truco, en vez de ir cambiando algo para cambiarlo todo. Medidas de transición, puntuales e inmediatas, que puedan implementarse y permitan ir ganando conciencias y, sobre todo, entusiasmen desde una plataforma atractiva.

Trabajo, y mejores salarios, mejores jubilaciones, mejores condiciones de vida, lo cual se va a sacar de acá, de acá y de acá, sin confrontar más de lo que se puede confrontar, para que nada lo frene, pero creciendo en fuerzas, ya que la confrontación, inevitable, va a venir después. Hoy, como está dado todo, cambiar de raíz suena a imposible.

Tampoco lo va a cambiar, para mal o para bien, la Inteligencia Artificial, tal cual pregona tanto pregonador. Lo que cambiará el mundo, si algo lo va a cambiar, es una sociedad cuya aspiración suprema sea el ser humano, aquello que alguna vez quiso Dios, mientras existió. No para hacer un capitalismo bueno, sino para que no haya más capitalismo.

¿Qué gas usar, entonces? No el pimienta, ni el mostaza que usaron los alemanes en la Primera Guerra. Sí el mostaza que usó en el 2001, en la Argentina, en otra guerra, "Mostaza" Merlo para salir campeón con Racing. ¿Su composición química? Paso a paso.

*Poeta y escritor

 

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