Lo bueno de la constituyente
Lariza Pizano Columnista Opinión El Espectador
Hace exactamente 92 días que el país político sigue la conversación que abrió Gustavo Petro sobre la constituyente. Desde que mencionó el tema como una posibilidad de tramitar sus reformas sociales, el 14 de marzo, nadie ha hecho más que hablar de eso. Imponer el tema de conversación es su habilidad.
Porque la tal constituyente no existe, ni hay Congreso que la avale, ni hay pueblo para un referendo, ni hay un solo papel escrito con la ruta para convocarla. No hay ni siquiera rayones escritos en una servilleta y existen solo trinos de un presidente adicto a X y expresiones de un excanciller enceguecido, enredado con los pasaportes, intercesor de Iván Márquez, odiador de la transparencia y de quienes sí cumplieron.
A diferencia de hace 33 años, en esta oportunidad no hay un actor entusiasmado con la idea de cambiar la Constitución: ni los estudiantes, los sindicatos ni los defensores derechos humanos. Y el apoyo a Petro entre quienes lo eligieron no es irrestricto: en el sur del Cesar y Cauca, organizaciones que lo eligieron se manifestaron contra el Gobierno y reclamaron más seguridad. Fecode anunció que podría entrar en paro permanente.
A pesar de ello y de que el presidente pasó de hablar de asamblea a poder constituyente, la conversación sigue. Los periodistas siguen preguntándole si busca reelegirse con un cambio constitucional y a los congresistas que qué opinan. Los medios usan la constituyente como titular y los políticos como caballito de batalla, sin considerar que, a dos años del fin del gobierno, es imposible el qué, el cómo y el cuándo.
Pero no todo en esa conversación es inane. Lo bueno del espejismo de la constituyente es que ha generado un apoyo a la institucionalidad que ha superado la radicalización. La razón de ese apoyo es el temor, porque a la mayoría de sectores les asusta lo que saldría un intento por cambiar las reglas de juego, más aún si este va de la mano de la reelección. La izquierda le teme a otro Uribe y la derecha a un Maduro. La conversación política correcta es la del apoyo a las normas existentes, por cuenta de un rechazo a cualquier cambio en las reglas formales de distribución del poder.
Si en algo falló el movimiento constituyente de 1990 fue en no haber convocado a toda la clase política en el proceso. Al revocar el Congreso elegido en 1990 y presentar el proceso como una lucha contra la politiquería, la campaña por una nueva Constitución evitó que los manzanillos se apropiaran de ella e hizo que interpretaran la carta como un movimiento contra ellos mismos.
Ahora, los jefes de los partidos tradicionales más clientelistas defienden la Constitución: los de derecha se unen a los de centro y liberales en la defensa de una carta de derechos “progre”. Porque paradójicamente, el mayor seguro de la norma del 91 no es el conjunto de requisitos que estableció para hacer una Constituyente, sino el rechazo a la idea de convocarla.
El alboroto que armó el presidente no fue tan inane como su idea. Valió la pena para lograr consensos en torno a una carta que, a pesar de haber sido ya herida en 2005, en su esencia sigue siendo incluyente, preciosa, democrática y pluralista.