Paul Auster: escribir como cura y destino

paul auster: escribir como cura y destino

Paul Auster, 1947-2024. (Foto: Stephane de Sakutin | AFP)

Paul Auster decía no saber por qué se dedicaba a la literatura. Si lo hubiera sabido, confesó en 2006, cuando recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, quizá no habría tenido necesidad de hacerlo. Lo único que podía asegurar, y de eso se mantuvo convencido toda su vida, es que había sentido tal necesidad de escribir desde los primeros años de su adolescencia, había sentido tal ímpetu por narrar historias, relatos imaginarios que nunca habían sucedido en eso que denominamos mundo real, que se dedicó a ello en cuerpo y alma porque nunca quiso trabajar en otra cosa. Así llegó a convertirse en un referente internacional al que se le reconoció por la renovación que llevó a cabo uniendo lo mejor de las tradiciones norteamericana y europea e incorporando algunas de las aportaciones del cine moderno.

Contaba que la suya era una extraña manera de pasarse la vida: encerrado en una habitación con la pluma en la mano porque no le gustaban las computadoras, hora tras hora, día tras día, año tras año, esforzándose por llenar unas cuartillas con el propósito de dar vida a lo que no existe, salvo en la propia imaginación. ¿Por qué Paul Auster se empeñaba en hacer una cosa así? La única respuesta que una y otra vez pronunciaba cuando hablaba al respecto era porque no tenía más remedio, porque no podía hacer otra cosa.

Esa necesidad de hacer, de crear, de inventar, era para él un impulso fundamental, sin ningún fin práctico, sin otro objetivo que el hecho de imaginar y, en particular, de narrar. “Un libro nunca ha alimentado el estómago de un niño hambriento”, consideraba. “Un libro nunca ha impedido que la bala penetre en el cuerpo de la víctima. Un libro nunca ha evitado que una bomba caiga sobre civiles inocentes en el fragor de una guerra. Hay quien cree que una apreciación entusiasta del arte puede hacernos realmente mejores: más justos, más decentes, más sensibles, más comprensivos. Y quizá sea cierto; en algunos casos, raros y aislados. Pero no olvidemos que Hitler empezó siendo artista. Los tiranos y dictadores leen novelas. Los asesinos leen literatura en la cárcel. ¿Y quién puede decir que no disfrutan de los libros tanto como el que más? En otras palabras, el arte es inútil, al menos comparado con, digamos, el trabajo de un plomero, un médico o un maquinista. Pero ¿qué tiene de malo la inutilidad? ¿Acaso la falta de sentido práctico supone que los libros, los cuadros y los cuartetos de cuerda son una pura y simple pérdida de tiempo?”

Auster sostenía que el valor del arte reside en su misma inutilidad; que la creación de una obra de arte es lo que nos distingue de las demás creaturas que pueblan este planeta, y lo que nos define, en lo esencial, como seres humanos. “Hacer algo por puro placer, por la gracia de hacerlo con todo el esfuerzo que supone, las largas horas de práctica y disciplina que se necesitan para ser un artista, todo ese trabajo y sufrimiento, los sacrificios realizados para lograr algo que es total y absolutamente inútil”.

La narrativa, sin embargo, se hallaba para Auster en una esfera distinta de las otras artes. “Su medio”, explicaba, “es el lenguaje, y el lenguaje es algo que compartimos con los demás, común a todos nosotros. En cuanto aprendemos a hablar, empezamos a sentir avidez por los relatos. Los que seamos capaces de rememorar nuestra infancia recordaremos el ansia con que saboreábamos el cuento que nos contaban en la cama, el momento en que nuestro padre, o nuestra madre, se sentaba en la penumbra junto a nosotros con un libro y nos leía un cuento de hadas. Los que somos padres no tendremos dificultad en evocar la embelesada atención en los ojos de nuestros hijos cuando les leíamos un cuento. ¿A qué se debe ese ferviente deseo de escuchar? Los cuentos de hadas suelen ser crueles y violentos, describen decapitaciones, canibalismo, transformaciones grotescas y encantamientos maléficos. Cualquiera pensaría que esos elementos llenarían de espanto a un niño; pero lo que el niño experimenta a través de esos cuentos es precisamente un encuentro fortuito con sus miedos y angustias interiores, en un entorno en el que está perfectamente a salvo y protegido. Tal es la magia de los relatos: pueden transportarnos a las profundidades del infierno, pero en realidad son inofensivos”.

Así que, al hacerse mayor, esta inclinación permaneció. “Nos volvemos más refinados, pero en el fondo seguimos siendo como cuando éramos pequeños, criaturas que esperan ansiosamente que les cuenten otra historia, y la siguiente, y otra más. Durante años, en todos los países del mundo occidental, se han publicado numerosos artículos que lamentan el hecho de que se leen cada vez menos libros, de que hemos entrado en lo que algunos llaman la era posliteraria. Puede que sea cierto, pero de todos modos no ha disminuido por eso la universal avidez por el relato. Al fin y al cabo, la novela no es el único venero de historias. El cine, la televisión y hasta los cómics producen obras de ficción en cantidades industriales, y el público continúa tragándoselas con gran pasión. Ello se debe a la necesidad de historias que tiene el ser humano. Las necesita casi tanto como el comer, y sea cual sea la forma en que se presenten en la página impresa o en la pantalla de televisión, resultaría imposible imaginar la vida sin ellas”.

De modo que, en lo tocante al estado de la novela, al futuro de la novela, Auster se sentía optimista. “Hablar de cantidad no sirve de nada cuando nos referimos a los libros; porque no hay más que un lector, solo un lector en todas y cada una de las veces. Lo que explica el particular influjo de la novela, y por qué, en mi opinión, nunca desaparecerá como forma literaria. La novela es una colaboración a partes iguales entre el escritor y el lector, y constituye el único lugar del mundo donde dos extraños pueden encontrarse en condiciones de absoluta intimidad. Me he pasado la vida entablando conversación con gente que nunca he visto, con personas que jamás conoceré, y así espero seguir hasta el día en que exhale mi último aliento”.

Ese último aliento llegó el martes 30 de abril. Auster sufrió largos meses a consecuencia del cáncer de pulmón que le diagnosticaron a finales de 2022. Sin embargo, durante este periodo, confirmó y demostró que su vocación seguiría intacta hasta el final, y terminó una última novela, Baumgartner, “un pequeño libro tierno y milagroso” en el que narra la historia de un célebre escritor y excéntrico profesor de filosofía a punto de jubilarse que ha perdido a su mujer, por quien ha sentido siempre un amor profundo y duradero, y que de pronto se ve enfrentado, a los 71 años, a luchar para seguir viviendo a pesar de su ausencia, mientras la novela se desarrolla sinuosamente en espirales de memoria y reminiscencias elaborando una poderosa reflexión acerca del modo en que amamos en las distintas etapas de nuestras vidas.

Ese es el broche de oro a una larga trayectoria como novelista, poeta y guionista. Su biografía le llevó a vivir tres años en Francia (1971-1974), donde ejerció los oficios más diversos y realizó traducciones de Mallarmé, Sartre y Simenon, entre otros, escribiendo poesía y obras teatrales en un acto, experiencia que fue seminal para todo lo que vendría después. Ya de vuelta en Nueva York, empezó a dedicarse a la traducción y a publicar críticas, poemas y ensayos en revistas como The New York Review of Books y Harper’s Saturday Review, hasta que se dio a conocer como narrador con la publicación de La invención de la soledad (1982), una novela en la que ya empleaba la autobiografía como recurso narrativo, y, sobre todo, La trilogía de Nueva York (1985-1986), formada por tres novelas cortas: La ciudad de cristal (que fue rechazada por 17 editoriales), Fantasmas y La habitación cerrada, que para muchos representa una primera confirmación de su gran talento narrativo y que años más tarde fue considerada entre las 25 novelas neoyorquinas más significativas de los últimos cien años, según The New York Times.

A partir de entonces, el escritor de Brooklyn, como solían calificarlo, publicó El país de las últimas cosas (1987), El palacio de la luna (1989), La música del azar (1990), llevada al cine por Philip Haas, como también se llevaron al cine sus guiones para The Music of Chance (1993), Smoke (1995), Blue in the Face (1995), Lulu on the bridge (1998) y The Inner Life of Martin Frost, estas dos últimas dirigidas por él.

Autor prolífico y de notable éxito, en su bibliografía, traducida a 35 idiomas, se cuentan obras como Leviatán (1992), El cuaderno rojo (1993), Vértigo (1994), Tombuctú (1999), A salto de mata (1997), El libro de las ilusiones (2002), La noche del oráculo (2003), Brooklyn Follies (2005), Viajes por el Scriptorium (2006), Un hombre en la oscuridad (2008), Invisible (2009), Sunset Park (2010) y 4 3 2 1 (2017). Además, fue autor de varios libros de poemas, como Espacios blancos (1980), Fragmentos del frío (1988) y Cimientos (1990), entre otros, así como de El arte del hambre (1992), una recopilación de artículos y ensayos sobre literatura francesa, inglesa y estadunidense, y el ensayo biográfico La llama inmortal de Stephen Crane.

Escribir era para Paul Auster una construcción que lo conectaba con el mundo. “Los escritores y los artistas son personas que, por diferentes motivos, están lastimadas, heridas”, dijo a propósito de las razones por las que escribía. “Necesitan hacer arte para tratar de curarse. La escritura me conecta con el mundo de una manera que la vida cotidiana no logra hacerlo. Esa sensación de estar conectado es tan intensa e irremplazable que quiero vivirla y seguirla experimentando. Escribir es muy difícil; pero el placer está en la lucha, en el esfuerzo. La propia dificultad de escribir es lo que la hace interesante”.

Aunque Auster asumía influencias de Samuel Beckett, Philip Roth y William Faulkner, prefería a autores como Emily Bronte antes que a cualquier contemporáneo, y argumentaba que sus temas eran eternos y universales, como la soledad o la contingencia del ser humano, que lograba cocinar con dosis de misterio y elementos de aparente inverosimilitud que, en realidad, subrayaba, ocurrían en el mundo porque así es la vida.

En todo caso, para Paul Auster sus historias tenían que ser metáforas universales de nuestro tiempo y en buena medida le gustaba reflejar vidas frágiles, una fragilidad que consideraba moralmente obligatorio recordar para despertar la compasión del lector, quien al identificarse con ella tiene que verse empujado hacia la lectura.

Defensor de las libertades, en muchas ocasiones Auster se negó a visitar países “que no tienen leyes democráticas”. Por eso no quiso viajar a China y rechazó —en protesta por el más de centenar de periodistas y escritores que habían sido encarcelados— la invitación que le hicieron en Turquía con motivo de la publicación de Diario de invierno.

A fin de cuentas, como dijo en un encuentro con periodistas en Madrid, la literatura no ofrece una verdad científica, ni tampoco una verdad verificable, sino una verdad emocional, que a la larga es lo único que cuenta.

Carmen Boullosa

Delicioso conversador, fino escucha, brillante, dulce, con humor y la presencia de lecturas que parecían ser sus testigos, más que él su lector, como si lo vinieran acompañando en un largo viaje. Nunca olvidaré en especial una cena en casa, solos nosotros cuatro [Paul Auster, Siri Hustvedt, Carmen Boullosa y Mike Wallace]: el tiempo se detuvo, hablamos y escuchamos a manos llenas, nos reímos y estuvimos a punto de llorar, también. Ojalá pueda descansar en paz, ya sin la sombra de su hijo.

Carmen Boullosa es narradora, poeta, ensayista, Premio Bellas Artes de Literatura Inés Arredondo 2023. El libro de Eva es su más reciente novela.

Jennifer Clement

Paul Auster representaba una ficción posmoderna que era audaz en su busca de historias que jugaban con el lector creando acertijos y enigmas que son fascinantes. Su particular visión de la ciudad de Nueva York también lo colocó en una tradición larga en la literatura universal que encuentra una musa en esa metrópolis.

Jennifer Clement es escritora y presidenta emérita del PEN Internacional. Acaba de publicar The Promised Party.

AQ

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