Palo, Palito, palazo

palo, palito, palazo

Javier Milei bailando en el Muro de los Lamentos, Palito Ortega de cumpleaños, Gendarmería reprimiendo en Congreso

Señala Annie-B. Parson, directora artística del Big Dance Theatre de Brooklyn, que hay cuestiones de tempo y espacio que son parte permanente en la escena púbica. Hombres y mujeres se desplazan con gracia por la calle. Cuando el ritmo de una persona no sincroniza con el propio, “se te niega la dualidad musical tácita que tienen los desconocidos al caminar y cruzarse”. Hay, para ella, una coreografía de la vida diaria. De hecho, así se llama su libro. Esa coreografía tiene a veces un trasfondo político inequívoco. Pensemos en Javi, el temible. Suele añadir a sus intervenciones un plus cinético, augur de tempestades.

Cuando bailaba como un espástico “La bomba tántrica” en los estudios televisivos nos informaba hasta qué punto el espectáculo era capaz de fusionarse con los asuntos públicos para capturar el Estado. Acaba de acompañar su muy problemática decisión de mudar la embajada argentina desde Tel Aviv hacia Jerusalén con arrebatos de danzarín. Frente al Muro de los Lamentos dio rienda suelta a su conversión al palo. Quizá su rabino de cabecera, Shimon Axel Wahnish, a quien designó como embajador argentino en Israel, lo alentó a agitar el esqueleto con algunos ejemplos del Antiguo Testamento.

En el Éxodo, por ejemplo, una vez alcanzado el Mar Rojo, “María la profetisa, hermana de Aarón, tomó un pandero en su mano, y todas las mujeres salieron detrás de ella con panderos y danzas”. También los hombres danzaban de manera separada, como David, con toda su fuerza, delante de Yahvé. Acaso el viaje no solo buscó escenificar el alineamiento con el premier Benjamín Netanyahu. ¿El deseo de recibir enseñanzas espirituales tuvo el añadido de otras instrucciones? ¿Habrá dado saltos iniciáticos, pequeños, delicados y reducidos en el espacio, balanceando el peso entre las piernas, como se sugiere en Tza’ad Temani, el baile yemenita? ¿Se inclinó por la danza jasídica a la que algunos rabinos le dan carácter obligatorio? Las imágenes que circularon lo muestran por lo pronto como participante de “el hora”, ese baile imperdible en una boda, donde se crea un círculo o línea en espiral alrededor de los novios que se desplaza en sentido contrario a las agujas del reloj (¿sabría que esa danza de origen rumano tiene elementos comunes con la debka tan común entre palestinos, libaneses y sirios?).

Al compás de “Am Israel Jai”, informó La Nación, el estadista de la campera de cuero bailó “como si se tratara de un casamiento judío o un Bar Mitzva”. Fue además llevado en andas “por estudiantes de yeshivás y otra vez una multitud, en la que, por supuesto estuvo el rabino Wahanish”. Bailar hasta extasiarse como un bautismo en seco, sin el engorro de sumergirse en las aguas del Jordán, pero autorizado a promover castigos bíblicos, dolarizantes, gritando desorbitado que él es el que es.

Otra situación bailable, de disco setentista, sucedía casi al mismo tiempo en Vicente López. Hombres y mujeres dieron rienda suelta a su felicidad, ja, ja, ja, ja mientras Palito Ortega cantaba “Despeinada”. El arresto domiciliario de Jorge Olivera se convirtió en jarana desbordante. Las bodas de plata del represor fueron animadas por el octogenario changuito cañero, de cuerpo presente. Se reportó que, además de “Corazón contento”, cantó “Viva la vida”, para regocijo del hombre que era conocido como “el carnicero de San Juan” por su afición a la tortura. Estuvieron allí Cecilia Pando, una de las voces que con más vehemencia reclama al Gobierno de ultraderecha la libertad de los represores. “Hermoso momento compartido con un grande”, hizo saber, tomándose una foto con Palito. Olivera y su esposa renovaron el voto matrimonial con el asentimiento del hijo de la pareja, Javier Olivera Ravasi, un sacerdote conocido por su predisposición a orar acompañado de un rosario de balas. El hijo, nos enteramos, expresó su orgullo por el papel que había desempeñado el padre hace casi medio siglo. Su condena es una cruz, y la cruz, se sabe, eleva a quienes la cargan.

De repente, ahí, Palito, llamando a medio centenar de invitados a las cabriolas en la pista, como si hubiera sido succionado por la máquina del tiempo. En Dos locos en el aire, de 1976, Ortega maneja aviones de combate. Es el teniente San Jorge, y en una de las escenas de su primer filme como director entretiene a los soldados con “Yo canto porque me gusta. Lo vivan. “De aquel poeta yo soy la voz”, canta mientras la cámara toma a dos guardias apostados con sus ametralladoras. Ese año lleva “Yo tengo fe”, la gran canción esperanzadora de 1972, al “Operativo Independencia” que comandaba el general Antonio Bussi, a quien derrotaría casi una década más tarde en las elecciones tucumanas con esa canción como mantra.

En Brigada en acción (1977) el ídolo popular encarna al suboficial y siempre policía encubierto Alberto Nadal. “Pobre de esa gente que no sabe a dónde va/ Los que se alejaron de la luz, de la verdad/ Esos que dejaron de creer también en Dios/ Los que renunciaron a la palabra amor”. En Amigos para la aventura, de 1978, radicaliza su religiosidad y en Qué linda es mi familia (1980) se viste de oficial naval para decir cuánto le gusta el mar con su bandera adelante y su corazón detrás.

Palito, como hemos reconstruido con Pablo Alabarces en Un muchacho como aquel. Una historia política cantada por el rey, logró con los años que un manto de piadoso olvido lo cubriera ante cualquier interrogación sobre ese pasado. Hablamos entonces de tres redenciones. La primera, haber derrotado en las urnas a un representante cabal de la dictadura. Luego, haber ido al rescate de Charly García para, en los hechos, auto rescatarse frente a la historia. Por último, una tercera redención: la de padre del rock and roll argentino, avalada en un disco por parte de sus anteriores antagonistas, los roqueros de pura cepa.

Su figura, objeto de una suerte de patrimonialización que lo llevó incluso al Teatro Colón, quedó días atrás expuesta a miradas suspicaces o de malestar cuando se lo vio en la fiestita de Olivera. Palito informó oficialmente, a modo de descargo, que ya no es aquel de los años setenta. La productora habló en su nombre, con esa opacidad que cultivó con destreza: “Queremos dejar claro que ni el señor Ortega como tampoco su equipo tenían conocimiento de la situación”. No sabía que iban a amenizar la noche amorosa del ex abogado de Emilio Massera. “La producción recibe contrataciones por parte de agencias privadas que organizan eventos y en la mayoría de los casos los músicos asisten sin tener vínculos con esas personas. A los 82 años, el sr. Ortega hace dos o tres shows por semana de modo que es imposible saber con quién se saca una foto o tener antecedentes de la gente que asiste”. Y esa “gente” bailó en Vicente López con la desinhibición que le sugieren los tiempos.

De Jerusalén y Vicente López nos vamos a una escena más pequeña: la de un imaginario recital de un grupo punk, supongamos, en 1976. La podemos observar brevemente con los ojos perplejos de Juan Carlos Kreimer, quien estaba exiliado en Londres. Kreimer escribió entonces una crónica urgente y profunda: “La palabra punk es el primer desafío: ha tomado el sentido de perverso, de oveja negra, de mediocre por excelencia y sin vergüenza de serlo, antípoda del modelo James Bond, bueno o malo. Ser punk es estar pinchado, con o sin aguja.

Ser una víctima cínica y al mismo tiempo burlona de su pequeñez e insignificancia, autocomplacerse con su fealdad y hedores varios. La indigencia intelectual, física y moral. Búsqueda o destino, es un nihilismo bastante absoluto. Hacerse punk es en el fondo no poder o no querer aspirar a nada. Desde cualquier punto de vista, toda clase de realización personal sería incompatible con el grado cero de esta filosofía. Aman a Johnny Rotten porque es el mayor traidor a su clase”. En Punk, la muerte joven, define al pogo como “una violación del espacio físico del otro”. Saltar para arriba y abajo es el único paso a aprender. Desde ahí, depende de lo que cada uno pueda agregarle y resistir. Cuando Sid Vicious, de Sex Pistols, inició la moda, los bailarines parecían pistones. Al poco tiempo aparecieron variantes y agregados: abrir las piernas y brazos en el aire, dar pasos en el vacío, tirar golpes de puño”.

El cuerpo punk metaforizaba al ritmo de los empujones una violencia mayor. Sus traducciones en Argentina fueron relativamente tardías. Y si nos detenemos en este pequeño mundo de camperas de cuero, crestas de distintos colores, cinturones con tachas, borceguíes, tatuajes, perforaciones y remeras de Ramones y Sex Pistols, es porque Agustín Laje, el publicista más eficaz de la ultraderecha, el mismo que considera que “cada balazo bien puesto en cada zurdo ha sido para todos nosotros un momento de regocijo”, adora al pogo y el punk.

Laje debe ser tomado en serio porque su ámbito de irradiación es grande, acá y en América Latina. Sus libros La batalla cultural y Generación Idiota, capturan la atención de muchos jóvenes. El autor ama lo que odia: los intelectuales críticos. Los lee con un dejo de fascinación. Esas páginas están atiborradas de paráfrasis de Adorno, Benjamin, Debord, Deleuze, Guattari, Badiou, Augé, Baudrillard, Foucault, además de ensayistas de derechas como Daniel Bell y Carl Schmitt (como si quisiera ser una versión de cabotaje de ellos con el verbo y la gracia del cut and paste). Laje brega por una cultura conservadora robusta, expansiva, capaz de encender pasiones políticas, crear un “nosotros” y disputar la centralidad de una tradición que lo seduce y a la vez aborrece. Defensor de las purezas, detesta además la farándula, el espectáculo y los productos culturales uniformizados, entre ellos los musicales. “No se vinculan a ninguna edad en particular, como hace no tanto tiempo podíamos decir que ocurría, por ejemplo, con el rock y su estrecho vínculo con la juventud”.

Aristotélico de manual (en lo que respecta a su mirada despectiva sobre la mujer), acaso tomista, antimodernista y antifeminista radical, celoso custodio de los valores originales de un Occidente en crisis y, a la vez, sí, eléctrico. “Me gusta el punk. De hecho, tuve una bandita, esas banditas de garaje. Voy todavía a recitales de Dos minutos, que es una banda argentina que hace un muy buen punk a la vieja usanza, esos pogos que son duros”. Cree que “el punk es antisistema y hoy la derecha es antisistema”. En su adolescencia se fascinaba con Blink-182, el grupo de San Diego cuyo cantante, Tom DeLonge, abandonó la música para salir a la caza de extraterrestres. Reivindica a Johnny Rotten, el cantante de los Sex Pistol, por ese derechismo que lo llevó a pedir el voto por Donald Trump. “El punk, más que una ideología política, es una actitud ante la vida, en el punk lo que se resuelve es una negación del status quo, solamente que en mi caso no es una negación por la negación misma.

Hoy circunstancialmente el punk si quiere negar realmente el sistema no puede ser ni feminista ni pro ideología de género, ni abortista ni globalista. No puede ser ni Demócrata en Estados Unidos. Imaginate a los punks haciéndose los deconstruidos. Los Ramones, otra banda que sigo bastante, su guitarrista era una persona de derechas”, explicó a un periodista latinoamericano. ¿Qué diría acerca de “The Kids Are Alt-Right”, la canción de Bad Religion contra el trumpismo? “La humanidad es una escena de ningún lugar/ Cuando todo el mundo tiene un AR-15”.

Lectura y juventud. ¿Talento? Ni a palos. Su afán de erudición se da de bruces con muchas intervenciones en YouTube donde se muestra agresivo e intimidante. Lo que lo lleva a exaltar a Nayib Bukele o exaltar la reciente incursión punitiva de los gendarmes alrededor del Congreso. Un pelotón de robocops adiestrados en la práctica de moverse en bloque. La voluntad de dar palazos y disparar, recordemos, tiene su protocolo coreográfico y una fascinación con imágenes sonoras del mal que viene de la primera gestión de Patricia Bullrich al frente del ministerio de Seguridad, cuando la Gendarmería desfiló con la “Imperial March” de La guerra de las Galaxias. Darth Vader está entre nosotros.

AG/MF

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