Ariel Florencia Richards: “Mis hermanas me preguntaban a partir de qué fecha soy mujer. A propósito del agua y de nadar, les decía que transitar es como abandonar la certeza de la orilla"

Para comenzar este viaje considero necesario remontarnos a 2022, momento en que Patricio Binaghi, editor de Paripé Books, me entregó un ejemplar de la Las olas son las mismas, la primera novela de la escritora chilena Ariel Florencia Richards (1981), publicada por primera vez en España con su sello. No me explicó prácticamente nada del texto, limitándose a afirmar que creía que me iba a gustar (así fue). Intuí que sería el caso nada más ver su cubierta, en la que aparece tachado, justo encima del suyo, su nombre anterior. Recomendé aquella “novela híbrida que se lee rápido pero deja un poso duradero” en la lista de libros que preparé para el Orgullo de 2022. Y, desde entonces, seguimos mutuamente el rastro de nuestros bits.

Su segunda novela, Inacabada, la publicó Alfaguara en Chile a principios de 2023 y estuve pendiente de cuándo (y si) se lanzaría en España desde entonces. La espera concluyó en marzo de este año: es una de las seleccionadas para la colección Mapa de las Lenguas 2024 del grupo editorial Penguin. Nuestro primer encuentro físico fue en una convocatoria de prensa en una estancia del Museo Thyssen, una charla cercana y animada de la que sustraje que todos los allí presentes, la mayoría no directamente atravesados por lo trans, hallaron algún terreno íntimo en común con una novela que hasta hace poco la industria habría considerado demasiado nicho y arriesgada para ser publicada. Lo suficientemente íntimo para conectarla con anécdotas muy personales, vivencias como padres o madres y como hijas o hijos, además de como especialistas asociados al mundo del arte, que impregna sus páginas. No obstante, su carta de presentación fue la apasionada defensa del escritor Jorge Volpi, que hace más de un año se refirió a ella como “la gran novela trans” en El País. “Mentiría si dijera que escribí Inacabada para reclamar el nombre y el género con que me identifico. Eso ocurrió sólo porque se publicó como novela y se encontró con un público”, dijo ella misma con motivo de su publicación en España.

Unos días después, ya con la lectura terminada, Ariel y yo nos reencontramos en la sede madrileña de su grupo editorial. Al llegar, me conducen a una salita completamente blanca en la que me espera alguien que, desde la distancia, parece una silueta luenga de puro color. Tras un cariñoso saludo, Richards saca un lápiz de labios (a juego con el vestido de las fotografías y sus zapatos de tacón) y se retoca en apenas unos segundos. “Ya, listo”, anuncia con una sonrisa amplia. Tardo un momento en reaccionar y sacar mi libreta, que apenas acertaré a consultar durante la hora que compartimos. Desde el comienzo de nuestra conversación, nos envuelve a los dos con su silencio entusiasta y su habla sinuosa, casi líquida, que borra la necesidad de disciplinar el intercambio con frases cerradas e ideas rectas. Cuando rompe a reír, es un vendaval. No en vano le debe su nombre al espíritu del aire de La tempestad de Shakespeare.

Inacabada es muchas cosas, además de las huellas de varios textos que la autora fue borrando, ampliando y editando, tal y como explica en su brillante prólogo. Es también un tratado sobre la distancia, sobre el silencio, sobre el tránsito (todos los tránsitos, no solo el de las personas trans), sobre madres e hijas, sobre el duelo y los ritos mortuorios, sobre el arte y el amor al arte, sobre el confinamiento, sobre lo inacabado, que siempre está por empezar. O cuya indefinición puede señalar a un presente casi perpetuo.

Parte de ese elogio de la incompletitud viene de su praxis académica y de los intereses que ha desarrollado dentro de la misma, como investigadora de artes visuales: “En un doctorado se presentan los resultados finales. Dices ‘acá está mi tesis’ y se borra el llanto, la angustia, el borrador y esas ideas intermedias y bocetos que quedan a mitad de camino. Empecé mi doctorado y mi tránsito al mismo tiempo, así que me pareció muy interesante recoger la idea de lo intermedio, del andamiaje de pensamiento, esa cosa medio hechiza que no está en su estado final. Así que la novela recogía desde un punto de vista amoroso algunas obras de arte sin terminar como espacios de reflexión para la identidad para una construcción que es de género, sí, pero también un reencuentro con esas verdades irreductibles que no están a la vista”.

Esta es la segunda vez que la santiaguina visita Madrid y sus museos. La primera fue con su padre en 1998, fecha que puede precisar porque en los cines “estaban echando Titanic”. Con un padre depresivo, pero perfectamente consciente de que los museos podían ser un bálsamo para ella, estos “fueron un espacio de refugio, de entender quién era mi papá, quién era yo y qué nos pasaba a cada uno. Y las obras funcionaron como espejo de eso. Desde muy temprano en mi vida el arte ha sido un espacio donde he podido depositar pensamientos, pero también afectos”. Un afecto que se contagia por su manera de contarlos. A lo largo de la novela se suceden constantemente los episodios cercanos al ensayo poético que amplían lo que ocurre (o no parece ocurrir aún) partiendo de alguna obra plástica inacabada que existe en la realidad.

Ariel Florencia Richards: “Mis hermanas me preguntaban a partir de qué fecha soy mujer. A propósito del agua y de nadar, les decía que transitar es como abandonar la certeza de la orilla”

La fotografía de la cubierta es una instantánea familiar de la autora en la que ella aparece de bebé, un tanto ensimismada mientras recibe un beso en la frente de su madre. Una imagen que, para ella, conecta de alguna manera con la célebre Piedad de Miguel Ángel, ya que “recoge el momento en que la madre está con el cuerpo del hijo muerto, quebrado o en proceso de abandonar su cuerpo. Me parece que parte de mi proceso de tránsito supuso entender que para mi madre se le estaba muriendo un hijo y tiene miedo de que su felicidad opaque ese duelo. Una situación muy contradictoria, porque para mí el tránsito es algo gozoso. Me parecía que debía mirarla con ternura y con amor, a pesar de que me dolía infinitamente todo lo que hacía y decía (y lo que no)”. Hilando aún más fino, esa escultura, firmada con la M del autor, incluye el prefijo latín faciebat, que implica que sigue en proceso, tal y como explica en un momento del texto. “Me encantó esa posibilidad de romper la firma como acto final. Miguel Ángel consideró la posibilidad, justo en la época en que se estaba construyendo la figura del autor, de que su obra siguiera siendo hecha más allá de su presente histórico, convirtiéndola en un proceso activo del cual somos parte”, sopesa.

Así, el arte acaba siendo, además, una de los principales vías de comunicación entre la protagonista, Juana, y su madre, sencillamente M. Como lo fue durante el confinamiento por el Covid-19 en Chile, que coincide con el momento en que empezó a escribir la novela con su perra, Roma, como única compañía presencial. “Mi relación con mi madre en el inicio del tránsito [que coincidió con el confinamiento] quedó más bien distanciada e intenté recuperarla a través de las obras de arte. Le mandaba una selección de varias obras que yo curaba y le preguntaba cuál era su favorita. Y, de alguna manera, aquello sirvió como un espacio de reparación del diálogo porque cuando dos personas no se pueden hablar, hay que buscar un intermediario, un espacio en el que no nos podíamos mirar, pero sí mirar hacia lo mismo. Y esa imagen nos devolvía cosas distintas. Fue un espacio de aprendizaje y de reconocer que tampoco la conocía tanto” concede, sonriendo. “Quizás tenía que apretar la tecla de F5. Yo siempre digo que los teléfonos se actualizan con más frecuencia que los seres humanos, como que tienen más conciencia de tener que renovarse”, bromea.

La premisa del confinamiento o encerramiento en la ficción es bien distinta, eso sí: madre e hija emprenden un viaje a Nueva York, donde la autora estudió en su día, para asistir a una conferencia de la segunda. La tensión de la madre culmina en una muela rota en pleno espacio de suspensión, en tránsito hacia otro país, y limita por completo sus movimientos al llegar a su destino temporal. Ese Nueva York solitario es otro de los motivos que se repiten en sus dos novelas y aquí sirve también para explicar por qué la mayoría de sus personajes, salvo la protagonista y el que fuera su pareja, son nombrados únicamente por su inicial: “En Nueva York las líneas del metro tienen iniciales; la línea M es la línea L, la línea J. Y a pesar de que son entes inanimados terminan teniendo una personalidad. ‘Ay, la L no pasa nunca, la J está viejita, ¡Odio la M!’. La mera inicial abría todo un universo y me parecía muy hermoso que estuviera en suspenso la extensión del nombre”. Y, de paso, la ciudad sirve de escenario para diálogos tensos entre madre e hija dignos de Vivian Gornick.

Los cuerpos acuáticos como metáfora, como espacio de reflexión e incluso como personaje también son otro rasgo que comparte su obra narrativa. Y la orilla, siempre la orilla. “Mis hermanas me preguntaban cuándo se acababa mi tránsito, a partir de qué fecha soy mujer. A propósito del agua y de nadar, yo les decía que transitar es como abandonar la certeza de la orilla. Si la orilla es un lugar donde pisan nuestros pies, entrar al agua es suspender el cuerpo, pero no para llegar a una isla y que se acabe ahí, sino que es empezar a nadar y no saber. Creo que son procesos que de hecho exceden el tránsito de género, que se vuelve pequeño ante ese proceso afectivo. Vamos a ir, vamos a volver. Nos vamos a equivocar. Hay gente que a veces me dice por mi nombre anterior o se confunde con el género y si yo estoy en un lugar rígido para recibirlo, eso es incómodo para mí, para el género y para la persona. En cambio, si uno está en una orilla más flexible, se moja un poquito las patas y no pasa nada. Quiero creer que no hay nadie tan malintencionado como para utilizar tu nombre anterior con el propósito de hacerte daño. La idea de esta orilla más flexible es la de un lugar amoroso no solo para el tránsito, sino también para ubicarse en el mundo”, culmina, sonriendo con dulzura.

Y ese agua se nutre de genealogías de lo más diverso, como Jack Halberstram, Gornick, Clarice Lispector, Maggie Nelson y su marido, el artista y escritor trans Harry Dodge. “En Chile tienes que elegir si eres team [Pedro] Lemebel o team [Roberto] Bolaño. Y en ese sentido me vi a mí misma forzando ciertas genealogías cuando no necesariamente lo son. Yo amo a Lebemel y lo encuentro genial, fue una luz en el mundo, como que lo sanó. Pero Bolaño fue el hermano que no tuve y que, como dice Alejandro Zambra, es el que vuelve de un viaje y te cuenta cómo ha sido de noche en la pieza. Mis genealogías no necesariamente beben de autores que hayan reflexionado con el género, sino de personas que sortearon soledades, como Mauricio Wacquez. Ahí hay una fibra que resuena con algo que no necesariamente es mi identidad de género, sino la experiencia humana de sentirse sola en el mundo”. A propósito de la soledad y cómo interactúa con ciertos ejes, en un momento de la novela, la protagonista de La mala costumbre, de Alana S. Portero, afirma que “todas las niñas trans crecemos solas”.

En el texto hay multitud de referencias literarias y artísticas (e incluso una suerte de sacerdotisa o mentora, basada en la poeta argentina Lila Zemborain) que guían el desplazamiento intelectual y emocional de la narradora. “Me fascina encontrar saberes. Hay cierta libertad en elegir de dónde nos nutrimos, como quien navega por Internet, saliendo a la búsqueda para cosechar para armar textos nuevos. A mí me parece una idea de la escritura muy queer, donde el yo queda desplazado para que entren otros yoes que sean también coautores de la novela. La idea del autor tiene que ver con el genio masculino y con cosas que no hay por qué seguir perpetuando. Prefiero ser una autora atravesada por otras autorías, como una especie de Santa Sebastiana”, explica, rompiendo a reír ante la imagen mental que dibuja.

Richards deja claro dentro y fuera de las páginas su lugar de enunciación: “Mi experiencia de tránsito viene del privilegio absoluto. Yo estoy en la academia y tengo un espacio laboral seguro, pero la realidad material de la mayoría de personas transgénero es brutal. Pasé del pregrado al magister, de ahí al doctorado y mientras tanto escribiendo en medios, pero mi espacio seguro es la biblioteca universitaria, donde no puedo estar más protegida. Y mi universidad me queda cerca de casa”. La suya es una honestidad sin culpa, que no se apropia de heridas que no le sangran.

Y en ese contexto de privilegio, su experiencia trabajando puntualmente en el centro cultural del Palacio de la Moneda [sede del gobierno chileno] le enseñó a abandonar el lenguaje académico y protocolar de la exclusión y a establecer a su abuela como lectora imaginaria promedio. “Mi abuela era de derecha, super conservadora. Sin embargo, teníamos un espacio de encuentro en las conversaciones donde nuestros puntos de vista, que solían ser distintos, se encontraban y podíamos conversar. Pertenecía al mundo de las regiones y nunca pasó por la universidad, pero si te sentabas a conversar con ella era una gloria. Esa medida, esos diálogos imaginarios con ella, que ya no vive, me sirve porque en ciertos ámbitos nuestro mundo se va achicando y nos distanciamos de la base”.

No me resisto a preguntarle qué piensa del sambenito de ser presentada como “la gran novela trans”. Sucede que, cada vez que una autora trans (o travesti, en el caso de la colosal Camila Sosa Villada) publica algo excelente, se le suelen aplicar las lógicas capitalistas de la individualidad, el extractivismo y la comparación, e incluso la mejor intencionada de las exaltaciones puede pesar como una losa. Durante su estancia en España le han mencionado muchas veces la novela de Portero (que aún no ha leído, pero a quien admira y sigue en redes). “Lo que sí te puedo decir es que ojalá que la gran novela trans no exista. Ojalá que sean pequeñas novelas que también tocan el tránsito, porque esa idea de la grandeza y de la unicidad y de la existencia monolítica no puede ser más patriarcal, eso de que haya una sola erecta sobre el resto… ¿qué pasa si somos muchas o muches y somos chiquititas? O si unas despejan y otras son una cosa más cristalizada y más rara. Si alguien quiere determinar que hay una gran novela trans me parece hermosísimo por esa persona, pero en mi propia biblioteca las novelas que abordan los tránsitos son raras, son complejas, no son únicamente una cosa ni se definen únicamente por eso”, sopesa.

Como autora (y como conversadora), Ariel posee un fértil y elegante lenguaje propio que se nutre de muchas fuentes y se deja atravesar por muchas flechas. Uno inacabado, por suerte. Como su trayectoria. Y como esta entrevista. Os invito a abandonar la orilla con ella.

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