El centro cambia de lugar

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El centro cambia de lugar

La Argentina dista de ser el único país en que muchos, sobre todo los jóvenes, se sienten traicionados por sus gobernantes y están más que dispuestos a probar suerte con alternativas de apariencia novedosa. Se trata de un fenómeno de dimensiones planetarias, de ahí los éxitos que acaban de anotarse partidos calificados –mejor dicho, descalificados- de “ultraderechistas” en las elecciones parlamentarias europeas y, en Estados Unidos, la popularidad duradera de Donald Trump.

Como él mismo insiste en recordarnos, Javier Milei se cree uno de los líderes principales de la rebelión internacional contra el statu quo que está causando alarma entre los comprometidos con el cada vez más precario orden establecido. Si bien hoy en día la situación en que se encuentra la Argentina tiene poco en común con la imperante en el “mundo desarrollado” y el apego entusiasta al rigor fiscal de Milei no está compartido por otros paladines de la “nueva derecha”, sabe que el país no podrá sino verse afectado por los vientos ideológicos que están soplando con fuerza creciente en Europa y América del Norte, donde la mayoría se siente amenazada por enemigos no sólo internos, como es el caso aquí, sino también externos.

Los más angustiados por lo que está ocurriendo son los partidarios de la izquierda democrática y no tan democrática que, en casi todo el mundo occidental, sigue siendo culturalmente hegemónica; sus adherentes dominan los medios periodísticos tradicionales, la industria editorial, las universidades, los sindicatos docentes, las empresas que se encargan del entretenimiento popular y mucho más. Algunos están tan acostumbrados a creerse intelectual y moralmente superiores a quienes discrepan con sus opiniones que no intentan ocultarlo, lo que, como debieron haber previsto, ha terminado perjudicándolos. En todas partes, los movimientos “derechistas” han sabido sacar provecho de la hostilidad de amplios sectores de la población hacia “elites” arrogantes que les parecen radicalmente ajenas.  A menos que tengan mucha suerte, muchos miembros de lo que Milei llamaría “la casta” cultural que dependen de la generosidad estatal podrían verse desalojados de los puestos bien remunerados que ocupan.

El auge de “la derecha” o, si se prefiere, “la derecha extrema” o hasta “neonazi”, según los horrorizados por el mensaje enviado por los votantes, combinado con el retroceso en muchos países europeos de “la izquierda”, significa que “el centro” ya no está donde estaba. En la actualidad, los conservadores pueden afirmarse “centristas”, con los socialistas, verdes y auténticos “neofascistas” relegados a nichos en sendos extremos del viejo mapa ideológico que los interesados en las vicisitudes de la política son tan reacios a archivar. Sorprendería que lo sucedido no incidiera en las actitudes de personas que son proclives a hacer suyas las opiniones que están en boga.

Como no podría ser de otro modo, dirigentes conservadores como el mandatario galo Emmanuel Macron y la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyden, se saben obligados a tomar en serio las razones por las cuales tantas personas han votado por La Reunión Nacional  de la francesa Marine Le Pen, la Alternativa para Alemania, los Hermanos de Italia de Giorgia Meloni, el PSOE de Pedro Sánchez y facciones de prédica similar. Macron, Von der Leyden y sus simpatizantes están adoptando posturas afines a las reivindicadas por los partidos nacionalistas que quieren poner fin a la inmigración masiva y descontrolada de musulmanes que, por lo general, no quieren integrarse plenamente a los países en que aspiran a afincarse. Algunos partidos como la Alternativa para Alemania quieren expulsar a todos aquellos que se nieguen a respetar las costumbres de la sociedad anfitriona aun cuando hayan nacido en ella, una propuesta que, desde luego, ha indignado sobremanera a los biempensantes.

Hasta hace cuarenta o cincuenta años, tales actitudes no hubieran escandalizado a nadie, ya que era normal que los países soberanos cuidaran celosamente sus fronteras y rehusaran dejar entrar a quienes a su juicio ocasionarían problemas, pero desde entonces mucho ha cambiado.  Para las “elites” abrumadoramente progresistas de Europa y Estados Unidos, y los abogados que, en nombre de los derechos humanos, se especializan en asuntos inmigratorios, es inaceptable discriminar entre las personas por motivos que podrían considerarse religiosos o étnicos.

Así, pues, los gobiernos europeos permitieron la formación de grandes comunidades musulmanas que, en algunas partes del continente, y en el Reino Unido, funcionan como enclaves virtualmente autónomos que se rigen según leyes islámicas y no vacilan en hostigar e incluso asesinar a aquellos nativos que se resisten a respetarlas. ¿Exageran los que, en base a proyecciones demográficas, advierten que, a menos que reaccionen muy pronto, países como Suecia, Francia y Alemania no tardarán en convertirse en repúblicas islámicas? Es posible, pero no será por mucho.

Además del malestar causado por los grandes cambios demográficos que son atribuibles a la inmigración supuestamente irrefrenable de personas de cultura radicalmente distinta de las europeas procedentes de zonas turbulentas, en especial las del Oriente Medio y África, y al colapso espectacular de la tasa de nacimiento que en todos lados ha comenzado a causar graves problemas, está el ocasionado por la evolución de las economías de los países más ricos.

Si bien el conjunto se ha visto beneficiado por los avances tecnológicos que están cambiando drásticamente los modos de producción, han tenido consecuencias negativas para muchas personas que, luego de haber compartido la prosperidad generalizada del pasado reciente, se han despertado una mañana para encontrarse desempleadas porque una máquina digital o un trabajador en un país remoto pueden hacer lo mismo a un costo decididamente menor.

También se sienten frustrados muchísimos jóvenes que han descubierto que carecen de valor en el mercado laboral los diplomas universitarios que, luego de endeudarse hasta el cuello, lograron conseguir. Como es natural, tales hombres y mujeres suelen llegar a la conclusión de que el sistema pretendidamente igualitario que defienden “las elites” tecnocráticas que están en el poder ha resultado ser una estafa cruel.

El político más perjudicado personalmente por lo que sucedió en las urnas la semana pasada es Macron; habituado como estaba  a hablar como si fuera el presidente de una Europa firmemente unida, se enteró de golpe que el partido que encabeza, Renacimiento, cuenta con el apoyo de un escuálido 15,2 por ciento del electorado, mientras que el de su gran rival, Le Pen, obtuvo el 31,5. Para sorpresa de todos, Macron optó por llamar a elecciones anticipadas con la esperanza de que la mayoría vote en contra de “la derecha extrema”, pero corre el riesgo de que la agrupación que lo acompaña se hunda por completo y que tenga que nombrar primer ministro a Le Pen o a su protegido, Jordan Bardella, que en septiembre cumplirá 29 años.

Por ser cuestión de nacionalistas que automáticamente privilegian a su propio país por encima de los otros, los “derechistas” no están en condiciones de formar un bloque coherente. Mientras que dirigentes como Meloni apoyan con fervor a Ucrania en la guerra despiadada que está librando contra Rusia, antes de la invasión su aliada putativa Le Pen se mostraba cercana a Vladimir Putin. Aunque en las semanas que siguieron la francesa intentó adoptar una posición equidistante, aseverando que si los rusos conquistaran Ucrania sería “catastrófico” para el mundo y declarándose a favor de enviar armas defensivas a Volodymyr Zelensky, persisten las dudas acerca de su relación con Putin.

En cuanto a la afiliación de sus países respectivos a la Unión Europea, casi todos los sindicados como derechistas juran que no se les ocurriría abandonarla como hicieron los británicos sino que, a lo sumo, procurarán “repatriar” facultades que fueron cedidas a la burocracia no elegida que está atrincherada en Bruselas. Huelga decir que ninguno simpatiza con la noción de que la respuesta a todas las dificultades que surjan ha de ser “más Europa”. A su entender es antidemocrática; lo que quieren es, para citar al general Charles de Gaulle, una “Europa de las patrias” en que todos los países miembros conserven sus particularidades.

La población indígena de Europa está a la defensiva. Los “derechistas” no son los únicos que sienten que la civilización occidental que Europa creó está bajo ataque y que enemigos externos, como Rusia, China, Irán y sus vecinos árabes están convencidos de que les será una presa fácil. Tanto pesimismo puede comprenderse. Por cierto, en el “sur global” hay muchos que, acaso prematuramente, ya están celebrando el ocaso definitivo del Occidente. Aunque Rusia y China enfrentan crisis demográficas parecidas a las que sufren Italia, España, Alemania y otros países europeos, a quienes rodean a Putin, Xi Jinping y el líder supremo iraní, Alí Jamenei, les gusta aludir a la decadencia presuntamente irremediable de la civilización europea. A juicio de tales personajes, el “viejo continente” es no más que un destino turístico de interés histórico, mientras que Estados Unidos, debilitado como está por conflictos políticos y culturales internos, pronto dejará de ser una superpotencia genuina.

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