Freud y la cultura

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Freud y la cultura

En las últimas semanas, se han suscitado pronunciamientos tales como “la cultura está en peligro” debido al riesgo que corre todo aquello que concierne el ámbito de las artes y las ciencias, e incluso de la educación. Este panorama, como bien es sabido, se debe a ciertas propuestas del gobierno que plantean recortes de subsidios y demás transformaciones inquietantes. Pese a esta amenaza, vale pensar la enorme posibilidad que encierran los momentos de crisis que han llevado no sólo al arte, sino también a la ciencia, a producir grandes obras. Para acercar un aporte al debate, resulta de interés recordar algunas cuestiones relativas a la cultura tal y como, desde el psicoanálisis, ha sido considerada por Freud.

La cultura, en su grandiosidad –para usar un término freudiano– es algo inmensamente más abarcador y complejo que la producción artística o científica, de la que forman parte con sus creaciones o invenciones altamente valoradas. Creo que es conveniente pensar con un horizonte más amplio, donde la cultura no se vea reducida a las producciones artísticas o científicas, aunque formen parte inestimable de ella. Por eso, la posibilidad de plantear un debate comienza por pensarla desde la complejidad que, entre otras disciplinas, le ha dado el psicoanálisis.

En un libro de próxima aparición –La cultura como objeto del psicoanálisis– publicado por editorial Letra Viva, hago un estudio y propongo un análisis crítico sobre la concepción freudiana de la cultura. Freud se sitúa en un ángulo de perspectiva muy particular cuando aborda, desde su experiencia clínica, cuestiones relativas a la Kultur. En términos amplios, define la cultura como el conjunto de convenciones, leyes y normas que sirven a la convivencia, y como un sistema de protección del desamparo humano frente a los poderes de la naturaleza. Toda vez que suelta algún comentario o análisis más o menos extenso sobre el proceso de la cultura, evita tomar partido acerca de sus beneficios o efectos dañinos –en tal caso toda ganancia tiene su costo–, y adopta en cambio una postura clínica que le permite auscultar, entre otros problemas, la zona de fractura, la región de conflicto entre el individuo y lo colectivo, donde se localiza el síntoma en sus diferentes versiones del malestar. Y el malestar en la cultura resulta ser, en esencia, la consecuencia de nuestra pretensión neurótica de felicidad permanente, de igualdad absoluta y de libertad sin limitaciones. Freud, en efecto, asume un modo particular de concebir las cosas, se distancia de lo evidente y se dispone a considerar algo así como un “diagnóstico de la cultura”; y entre otras cuestiones, toma nota de las alteraciones que impone la cultura a las disposiciones pulsionales, cuya satisfacción es la tarea económica por excelencia. Sin embargo, en la concepción freudiana hay un núcleo alrededor del cual giran todas las reflexiones sobre la cultura y su irreductible malestar: la demanda, la exigencia permanente de satisfacción, de goce absoluto. En algún momento, Freud se inclina por esta sugerencia que no debe perderse de vista: “habría que ocuparse de la posibilidad de que haya algo en la naturaleza de la pulsión misma desfavorable al logro de la satisfacción plena”. De manera que, si tomamos debida nota de esta afirmación, no se puede seguir sosteniendo que la causa del malestar crónico es el Otro de la cultura en cualquiera de sus formas o si se goza tan mal es por culpa del Gran castrador.

Además, Freud no sólo se ocupa del malestar en la cultura, sino de las formas en que la Kultur fabrica compensaciones para tratarlo. En buena parte del discurso freudiano sobre la cultura, resulta evidente que la renuncia pulsional constituye el fundamento, en el pleno sentido del término, de todo el trabajo cultural en lo respectivo a su origen y su permanencia. Pero en paralelo con esta cuestión y de manera menos evidente, Freud aborda otro problema que tiene que ver con las vías y los caminos por los cuales la cultura ofrece medios para compensar la insatisfacción. De manera que en el discurso freudiano sobre la cultura no sólo se perciben los problemas del malestar, de la falta y de la pérdida, convertidos actualmente en algo así como un tema de la “metafísica moderna”, sino también el de las formas que la cultura adopta para compensar la renuncia a la satisfacción. Desde cierto punto de vista, puede afirmarse que el concepto de satisfacción sustitutiva está hecho para dar respuesta a este problema: la cultura produce alteraciones en la pulsión y la satisfacción es por excelencia la tarea económica de nuestra vida. En definitiva, buena parte de la teorización freudiana sobre la cultura tiene como núcleo de su problemática la dimensión de ese conflicto entre la naturaleza indómita de lo pulsional en busca de la satisfacción y goce plenos y las exigencias de renuncia de la civilización. Freud considera que el acaecer psíquico no cuenta con las condiciones óptimas para poder resolver ese conflicto y, en parte, a esa carencia precisamente responde el malestar en la cultura: allí precisamente se sitúa la neurosis como “caricatura” de satisfacción. Por otro lado, conviene advertir que Freud toma una distancia prudente con respecto a la sociología, la antropología, el culturalismo, y construye el “objeto cultura” como problema psicoanalítico con base en su experiencia clínica. Por tanto, es interesante captar los regímenes de aprehensión de ese objeto, la significatividad que encierran para el psicoanálisis, y las razones por las cuales la cultura se propone como objeto imprescindible del modo de pensar psicoanalítico, vale decir, cómo y por qué Freud se ve llevado a elaborar un discurso clínico sobre la Kultur.

El problema de la cultura se plantea en términos de interrogantes acerca de su origen y su historia. Este proyecto de genealogía freudiana conduce a investigar los comienzos de nuestras grandes instituciones, y deja al descubierto la operación fundacional de la prohibición del incesto. La hipótesis que habilita este estudio es la comparación en base al isomorfismo entre la infancia del individuo y la historia primitiva de los pueblos que, entre otras cuestiones, se sostiene en la presunción del desarrollo del individuo como repetición de un antes filogenético.

La cuestión de la cultura se plantea en términos de discontinuidad con respecto al estado de naturaleza. Freud es explícito al tomar distancia del binarismo cultura/civilización y, en cambio, inscribe su discurso en la oposición naturaleza/cultura, donde sitúa una ruptura sin vuelta atrás y sin ningún tipo de nostalgia. La hipótesis que a título de relato mítico le permite especular sobre esa ruptura que diera inicio a los rudimentos de la Kultur es el asesinato del mítico padre primordial y sus consecuencias: la creación del sustituto totémico, el pacto fraterno y la prohibición del incesto y del parricidio.

La cuestión de la cultura se plantea en el registro de la protección frente a los peligros que encierra la naturaleza. En esta dimensión del problema, Freud piensa a la Kultur como conjunto de leyes de convivencia y como dominio sobre las fuerzas naturales, como un sistema protector y compensatorio del desvalimiento humano. En su pensamiento, el desamparo opera como una suerte de matriz existencial y ocupa un lugar relevante y de enorme alcance en la relación con el semejante, con la moral, con la angustia y con la cultura en general. El sujeto freudiano se constituye como carente y así apela al Otro desde su desasistencia. La hipótesis que habilita esta perspectiva de las cosas es que el trabajo de la cultura consiste en proteger a los hombres del poder devastador de la naturaleza, como prenda de salvación del desamparo.

La cuestión de la cultura se plantea en su relación con la del individuo como integrado irremediablemente en su seno. Así pues, lo vemos a Freud empeñado en captar con sus propias categorías las claves secretas de esa relación tan problemática como necesaria y paradójica. El psicoanálisis se aproxima a esa pareja individuo-cultura como a un enigma a descifrar. La hipótesis que permite esta exploración sostiene que en ambos participan las mismas fuentes de conflicto, por lo cual tanto el individuo como la cultura se hallan comprometidos en una labor destinada a tramitar las carencias.

La cuestión de la cultura se plantea en su relación con el trabajo de renuncia de lo pulsional, donde queda comprometido el egoísmo, el erotismo y la pulsión de muerte en su versión agresiva. En rigor, se trata de un proceso que se inscribe en un horizonte más amplio concerniente al origen y fundamento de la cultura, y entre sus efectos más decisivos Freud señala uno que nombra como el progreso en la espiritualidad, en la capacidad de simbolización, sin lugar a dudas una de las fases más relevantes en el camino de la hominización. La hipótesis que permite esta especulación sostiene que la renuncia al goce constituye un paso necesario para el desarrollo civilizador como proceso de subjetivación, que conduce a cada quien a asumirse como un ser de cultura.

La cuestión de la cultura se plantea en torno de sus beneficios y perjuicios, pero sobre todo se la considera en el contexto de sus ilusiones y su malestar crónico. Por un lado, Freud parece asumir la posición de un esclarecido al cuestionar con dureza el poder de las ilusiones, pero por otro, se ubica de modo tal que su experiencia clínica le permite leer la significación de esas ilusiones como realizaciones del deseo, y como velo de los síntomas de la cultura. La hipótesis que permite estos desarrollos afirma que las ilusiones resultan ser espejismos sostenidos en la idealización de lo otro, donde el sujeto encuentra el amparo de su amor.

El problema de la cultura se plantea en términos de malestar en el contexto de la relación aporética con el individuo. Al malestar se lo aborda al margen del discurso de la decadencia y Freud sostiene al respecto dos planteos. Por un lado, propone que el irreductible malestar es la respuesta a las exigencias de cultura y a las pretensiones o expectativas de felicidad permanente, y por otro, presupone como nota esencial de las pulsiones, algo que se opone a la satisfacción plena. La hipótesis que habilita estas especulaciones sostiene que la cultura deviene como una suerte de trabajo de elaboración de las carencias, y como resultado de aleaciones deficientes entre Eros, Ananké y pulsión de muerte. Para no caer en discursos que sitúan a la cultura como exclusiva responsable del malestar, se necesita considerar la cuestión en perspectiva clínica, pues el malestar como partenaire de la civilización tiene un doble anclaje estructural, que obedece a ciertas características de la pulsión y del acaecer psíquico.

En síntesis, todas estas cuestiones, entre otras, son las que se necesita tener en cuenta al momento de plantear un debate sobre la cultura en el que el psicoanálisis tiene algo para decir.

Omar Mosquera es doctor en Psicología y psicoanalista.

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