La expresión “poner la mano en el fuego” aparece en el Tesoro de la lengua castellana o española (1611), del lexicógrafo Sebastián de Covarrubias, y en el primer diccionario de la Real Academia Española, el de 1734; siempre con el mismo sentido, el de “asegurar la verdad y certeza de algo”.
Hace al menos quinientos años, pues, la definición es la misma. Pero ¿no le falta algo? Sí, el matiz de que uno se compromete a jugarse su integridad física para demostrar que aquello que afirma es cierto; o esto, o estamos usando el dicho como quien hace un brindis al sol, como parece que es el caso.
Mucio “el zurdo”
Hubo un tiempo en que no era así, en que un juramento de sangre se demostraba si hacía falta. El caso más temprano que se recuerda es el de Gayo Mucio Escévola, un personaje semilegendario de los primeros tiempos de la República romana. Mucio era un tipo que ponía su dinero donde estaba su boca, como dicen los ingleses. Así se ganó el cognomen Escévola (el zurdo), chamuscándose adrede la mano derecha.
Gayo Mucio Escévola ante el rey Porsena. Obra de Giovanni Francesco Romanelli, en el Louvre
Todo empezó cuando los romanos depusieron a Tarquinio el Soberbio (¿-c.495 a.C.), como ya se intuye por su apodo, un déspota que acabaría siendo el último monarca antes de la instauración de la República. Pero, antes de que eso ocurriera, Tarquinio aún tenía que irse a Clusium (en la Toscana) a pedir ayuda al rey etrusco Porsena, que, a cambio del oro y el moro, accedió a asediar Roma.
Aquí es donde aparece Mucio, un valiente que, aprovechando la oscuridad de la noche y disfrazado de soldado etrusco, logró introducirse tras las líneas enemigas con intención de asesinar a Porsena. No sabía qué cara tenía, así que le clavó el puñal al primero que se cruzó, que resultó ser un escribano.
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Fue capturado inmediatamente, llevado ante Porsena, y entonces sucedió lo que Tito Livio relató en su Ab urbe condita (Historia de Roma): “Soy ciudadano de Roma –dijo el prisionero–, los hombres me llaman Gayo Mucio. Como enemigo, quería matar a un enemigo, y tengo suficiente valor como para enfrentar la muerte con tal de lograrlo. Es la naturaleza romana actuar con valentía y sufrir con valentía. No soy el único en haber tomado esta resolución en tu contra; detrás de mí hay una larga lista de aspirantes a la misma distinción. Si es tu deseo, prepárate para una lucha en la que habrás de combatir cada hora por tu vida y encontrar un enemigo armado en el umbral de tu tienda. Esta es la clase de guerra que nosotros, los jóvenes romanos, te declaramos”.
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Iracundo, el etrusco lo amenazó con quemarlo vivo, a lo que Mucio reaccionó metiendo la mano en el fuego de un altarcillo mientras espetaba: “Aprende cuán ligeramente consideran sus cuerpos aquellos que aspiran a una gran gloria”. Impresionado por esto y temiendo que detrás de él hubiera otros tantos igual de bravos, Porsena accedió a pactar la paz y se fue con su ejército.
La anécdota, sin duda legendaria, se hace eco de la atávica inclinación de los hombres a creer que la autolesión es la prueba definitiva de que alguien va en serio con lo que dice; y si sale indemne o no padece dolor, de que la providencia le da la razón. Ejemplo de ello son las llamadas “pruebas de fuego”, que han servido como elemento probatorio ante los tribunales desde el albur de los tiempos. Aparecen en el Código de Ur-Nammu, un código de leyes sumerio del segundo milenio antes de Cristo, en el celebérrimo Código de Hammurabi, compilado en 1750 a. C., e incluso en el Antiguo Testamento.
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En la Alta Edad Media la tradición regresó con las llamadas ordalías. Al acusado se le metía en una olla hirviendo, se le hacía caminar sobre ascuas o se le quemaba cualquier parte del cuerpo, y si de verdad era inocente, Dios se lo haría ver a todos haciéndolo salir indemne.
Como es de suponer, a no ser que uno fuera santa Cunegunda (c. 975-c. 1033), que caminó sin inmutarse sobre una plancha de hierro candente, eso no acostumbraba a pasar, así que se acudía a un “especialista” para que examinara las heridas y determinara si había habido intervención divina y en qué grado.
No es una leyenda antimedieval, pues las ordalías están recogidas en códigos de derecho como el Fuero de León (siglo XI) o las Partidas de Alfonso X el Sabio (1221-1284); pero sí cabe algún matiz. Los datos indican que muchos eran exonerados y que los sacerdotes que analizaban las llagas acostumbraban a ser benévolos en su interpretación; y los que de verdad eran culpables, la mayoría de las veces ni siquiera llegaban tan lejos, pues antes confesaban el crimen.
El sistema, como explicó el historiador Peter Brown, funcionaba más como método disuasorio que probatorio. Acabó pasando más o menos como con nuestra expresión, que con mentarla ya basta y no hace falta que nos calcinemos la mano.
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