Ser o hacerse
Dos meses atrás me sometí al algoritmo. Trajo, de entrada, uno de los podcasts en los que se dialoga frente a un micrófono con un tono invariablemente descontracturado, y hasta ingenuo. Son dos tipos que ya dejaron atrás la tierna juventud, próximos a peinar canas, aunque no peinen nada, porque coinciden en una alopecia precoz. Uno es celebrado como analista político. En el fragmento que veo, sin embargo, habla con su ladero de masturbación, en modo retrospectivo. El raconto de ocasiones en las que fueron descubiertos frente a poringa por mamá o papá, me impide llegar a la parte del análisis político, si es que la hubo. Más tarde, aparece un fragmento de entrevista a una escritora famosa por la particularidad de sus novelas, pero como le hacen la reiteradísima y comodinesca pregunta de los gustos musicales, lanza una lista de bandas que podrían citar millones de personas de su generación, a la que la anexión de Taylor Swift no alcanza a remozar. No llego a la parte en la que, quiero creer, habla de su literatura. Más tarde todavía, el algoritmo persiste (y yo acato) en hacerme ver cosas sin grandes diferencias temáticas y estéticas con las dos que vi antes. Incluso aunque cuenten con la presencia de figuras destacadas de la política o la cultura, cuyo lustre tracciona como ninguno (la rompen con miles de vistas y comentarios), las cuestiones que se tratan, los enfoques, todo es homogéneo. Las humanidades ranquean alto de la mano de profesionales cuya mayor valía parece ser la velocidad. Son tan rápidos para exhibir títulos y diplomas, como para convertir, en los casos más extremos, siglos o décadas de saber al formato “tips”. Sociólogos, psicólogos, filósofos, politólogos y otros influencers del pensamiento hablando en primera persona, simples, conmovidos, brutales o frágiles, presos de la brevedad de los reels, esperando likes. El género y la ultraderecha siguen pisando fuerte como base sobre la cual reflexionar acerca del drama actual, pero, en la burbuja que me toca, se abordan desde los sesgos de siempre. Por momentos se arman griteríos que remiten a los programas de panelistas de la televisión.
Hablando durante una entrevista del fracaso del kirchnerismo (“Tuvo ribetes de un multiculturalismo importado de un campus de California, que no corría ni en California”), Pablo Semán usó una imagen genial: “Tener la conducta madura de atravesar el desierto”. La usó en relación a lo que él ve como una salida a quien se siente derrotado, y en oposición a “agarrarse de cualquier cosa” para esquivar el bulto. Sin embargo, este tipo de posiciones no son frecuentes en la comunicación; más bien se privilegia el nado por aguas seguras. Hay que ser canchero, pero sensible, piola, pero medio naïf. Algunos se animan a las palabras raras y a parafrasear autores de moda, con resultados más librescos, pero conceptualmente faltos de riesgo, trascendencia y novedad.
Hace un tiempo escribí para este espacio sobre el filósofo español Gustavo Bueno, admirable, entre otras cosas, por no subestimar al público, por ser mediático, pero erudito. Entendió que desafiar al receptor con complejidades e ideas fuera de agenda no necesariamente obtura el acto de informar. Bueno fue polémico y cambiante, pero aun así alcanzó gran popularidad. Se hizo cargo de la importancia de los medios, al punto de aparecer en Gran Hermano, sin transformarse en un divulgador complaciente que lanza “verdades” empaquetadas al gusto del consumidor. Como él, muchas voces actuales no se resignan a ser parte de un consenso que solo existe en espacios interesados en espejar lo que suponen es su audiencia.
“Noto en Walser algo particularmente atractivo que es una ingenuidad no forzada, absolutamente auténtica”, decía Guillermo Piro a propósito de la traducción que hizo de Seeland (Pinka Editora). Tal vez, ésta sea la ingenuidad que busca exhibirse en la burbuja progresista en la que el algoritmo me envolvió, pero, por falta de autenticidad, se transforma en un rasgo como destinado a esconder la baja opinión que se tiene del otro. Es que hacerse el boludo en un medio, más allá de cuánto pague, se apoya en el prejuicio de que la boludez es patrimonio exclusivo del espectador. Y, por supuesto, no es así. Alguien podría replicar que haberme dejado someter por el algoritmo es una prueba de esa boludez, pero elijo creer que es solo mía.
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