Por qué resulta cada vez más complicado comunicarte con tu madre que ya ha cumplido los 70, 80, 90...

Si algo tenemos en común los hijos de madres mayores es que sabemos lo complicado que puede llegar a ser entenderse con ellas. Una especie de rebeldía creciente parece apoderarse de sus 70, 80 o 90 años. No atienden a razones, da igual lo pesados que nos pongamos, y por desobedecer, desobedecen hasta al médico. La relación, bronca va, bronca viene, se resiente. ¿Qué podemos hacer?.

Mi madre es una rebelde. A sus 91 años es tan independiente como lo ha sido toda su vida. Al menos, de pensamiento. Tanto tanto, que a menudo resulta imposible convencerla de que haga cosas que, según el criterio de nosotras, sus hijas, la beneficiarían enormemente, o de que deje de hacer algunas que, estamos seguras, la perjudican. Pongo un ejemplo: desde hace un tiempo le duele muchísimo el cuello, casi a todas horas. Los especialistas a los que ha acudido pueden haberle dado opiniones diferentes sobre cómo abordar el problema. Pero todos han coincidido en algo muy concreto: “Señora, póngase calor”. Del traumatólogo al médico de cabecera al acupuntor a la radióloga:

“Póngase calor”.

¿Creéis que se ha puesto calor? No.

“Es que no me gusta el calor”, me decía anoche mismo. Le digan lo que le digan, y aunque se lo diga el papa, no hay forma de que se ponga calor en el cuello. Tampoco le gustan los analgésicos. Muy a regañadientes los toma, y gran parte de las veces, se le ‘olvidan’. “No me gusta tomar tantas pastillas”, aduce en su ‘defensa’. Pero el caso es que el dolor sigue ahí. Y ella se sigue quejando de él. Ninguna de sus desobediencias le reporta más ventaja que, y esto es mera suposición, el propio placer de hacer lo que le da la grandísima gana.

Una dinámica que no lleva a ninguna parte

Inevitablemente, por asuntos como este y otros muchos de similar dinámica, la relación madre-hijo, pero sobre todo madre-hija (la cultura de los cuidados la llevamos nosotras mucho más atornillada al cerebro nosotras), acaba resintiéndose. Tú intentas que tu madre viva mejor, que haga ‘lo que tiene que hacer’ y tu madre muestra frente a tus sugerencias y peticiones la porosidad de un botijo de titanio. La reiteración de su comportamiento a ti te genera agotamiento, frustración y enfado. Y un buen día te oyes diciéndole a tu madre cosas que nunca hubieses imaginado; intentando todas las estrategias, incluidas las más ‘rastreras’, para que se ponga calor, se tome las pastillas, salga a la calle, coma sin sal, mueva las piernas, obedezca a su médico…

Inevitablemente, por poca sensibilidad que tengas, llegará un momento en que te preguntes: ¿lo estoy haciendo bien? ¿Por qué mi madre no atiende a razones? Y, mucho más allá: ¿por qué estoy tratando a mi madre como si en realidad fuese mi hija pequeña? ¿Tengo derecho a hacerlo? Si no quiere ponerse calor, ¿debo dejar que haga lo que le dé la gana sin insistir más? ¿Qué es más importante, el calor o nuestra relación?

[Antes de seguir, hablamos de madres y no de padres porque a esas edades hay muchas más madres que padres. En España hay 2,3 millones de viudas por 539.000 viudos, porque la esperanza de vida femenina es mucho mayor que la masculina. En cualquier caso, todo lo dicho en este artículo es aplicable a esos padres tozudos que también se resisten a ser guiados].

Y ahora sí, le preguntamos a los expertos María Ibáñez y Jesús Jiménez, del gabinete madrileño Psicología e Introspección, cuáles pueden ser las consecuencias psicológicas de que con el paso del tiempo empecemos a tratar a nuestros mayores como si fuesen niños pequeños: “Es cierto que en muchos casos se da un cambio en las relaciones entre padres e hijos en el que los padres pasan a ser tratados como niños en lugar de cómo adultos. Cuando esto ocurre, los padres se sienten muchas veces despreciados, ‘tolerados’ por los hijos, como una carga; otras veces menospreciados y utilizados, pues a pesar de ser tratados como niños muchas veces se les sigue pidiendo que hagan cosas por sus hijos o nietos. Desde luego esto tiene un efecto psicológico alto, aunque también va a depender de cada persona”.

Este sentirse desvalorados y menospreciados, o una carga, explican Jiménez e Ibáñez, les lleva a enfretarse “con un estado de vulnerabilidad, de inferioridad y muchas veces de incomprensión y soledad, aunque estén acompañados físicamente. En muchos casos, su percepción de la vida se vuelve gris, triste, y la depresión, manifiesta u oculta hace que sufran intensamente, pudiendo aumentar con ello sus síntomas psicosomáticos”.

Inevitable preguntar a continuación si ese ‘tratar a los padres como a niños’ tiene alguna ventaja, dada la frecuencia con que se practica. “No, desde el punto de vista psicológico, en absoluto”, responden Jiménez e Ibáñez. “A todos los seres humanos hay que tratarlos con respeto y tratando de colaborar unos con otros. Claro está que si esa persona tiene una demencia, por ejemplo, hay que adaptarse a las circunstancias, pero no por la edad, sino por sus circunstancias particulares. Tratar a los mayores como ‘ancianos’ o como ‘niños’, psicológicamente hablando, es una distorsión de esta sociedad, que sobre todo valora el cuerpo, el aspecto y, por consiguiente, la juventud. Se genera un menosprecio por la edad, el denominado edadismo, sin tener en cuenta a la persona en toda su profundidad”.

Libertad para decidir

En mi entrevista a Anna Freixas hace ya algo menos de dos años, en torno a su libro ‘Yo, vieja’, todo un manifiesto (pero no solo) en defensa de la senectud, le pregunté precisamente por lo anterior, por nuestra tendencia a tratar a nuestros mayores, de manera progresiva pero imparable, como si fuesen niños pequeños. “Es una perversión del amor”, me dijo ella. Para añadir a continuación: “Lo mejor que pueden hacer nuestros hijos es querernos poco. Eso no quiere decir no estar allí cuando los necesitamos. Sino que nos den la libertad que nosotros les dimos a ellos en su momento. Les dimos libertad para comprarse una moto, para dejar una carrera, para separarse… y nosotras hemos estado siempre allí. Entonces, ¡que ellos estén allí cuando nosotras salgamos en kayak y nos partamos la cadera!, ¿o es que su temor a que me parta la cadera es que me vas a tener que cuidar? ¿Qué está antes, eso o mi libertad? Mi libertad. Si mi hijo me quiere pondrá todos los medios para que yo salga, para que viaje, para que me ponga en una situación en la que me pueden pasar cosas; cosas que también le pueden pasar a él”.

Freixas habla desde su experiencia profesional, pero también desde la personal. Tiene 78 años y reivindica entre otras cosas, que sean ambas partes, las ‘viejas’ y sus hijos, las que construyan una nueva forma de vivir la vejez. Ello pasa por dejar de considerar a las personas mayores como pasivas, receptoras de medidas, sin que se cuente con ellas para su diseño; inválidas, aunque no lo sean; individuos, no una categoría, la de ‘abuelas’. Pero lograrlo depende también de las propias personas mayores, su autodescripción, la forma en que se presentan al mundo. De hecho, Freixas recomienda a esa mujer mayor que no ceda el control de su vida a otros. Por ejemplo, cuando un familiar la acompaña al médico, aconseja: “Informa al médico o médica que conversa con tu acompañante [en vez de hablar contigo] sobre tus dolencias de que estás ahí presente, de que se trata de tu cuerpo y tus decisiones”.

Lo que viene a decir Freixas es que si cedes el control… luego te va a ser muy difícil recuperarlo. Estas dinámicas tóxicas que pueden llegar a crearse entre padres mayores e hijos encuentran su caldo de cultivo ideal en la progresiva renuncia que las propias personas mayores hacen de su capacidad de decisión. Cedemos parte de nuestra libertad a cambio de mayor seguridad. Pero eso es una vía abierta que difícilmente se puede volver a cerrar.

Con lo anterior coiniciden también los expertos de Psicología e Introspección: “La vulnerabilidad debida a la pérdida de capacidades puede hacer que los padres adopten la actitud de ‘ancianos psicológicos’ o ‘niños desvalidos’, tratando de buscar apoyo o cuidados, lo cual puede volverse contra ellos. Hay otros padres que tratan de no dejarse controlar por los hijos, y ahí suele comenzar una batalla psicológica entre unos y otros”.

La salud, en el centro de todo

Sin duda, la salud es uno de los temas de fricción principales entre esas dos generaciones ‘condenadas’ a entenderse. “No te limites por tu propio bien”, sugiere Freixas, “si por comer chocolate vamos a morir antes, bendita sea. Al menos moriremos contentas y disfrutadas”. Hace unos años, una carta de un lector de 87 años a un periódico, incidía en el mismo extremo. El hombre se quejaba de que su hijo estaba empeñado en que anduviese cinco kilómetros al día, que adelgazase, que comiese sano… “me quiere ver como con menos años”, escribía. Y se preguntaba: “¿Por qué no me deja en paz y se conforma con mi cuerpo actual?”.

Es fácil decirlo, pero también es importante ponerte en la piel del cuidador. Tu madre es intolerante a la lactosa, pero es imposible impedirle que se coma una croqueta cuando se la ponen por delante en un restaurante. Y hala, ya la hemos liado por enésima vez. ¿Qué hacemos con tu madre, la matamos por comer croquetas? ¿Le echamos la enésima bronca por exactamente el mismo tema?

“En estos casos”, explican Jesús Jiménez y María Ibáñez, “las dos personas sufren. Para recuperar el bienestar y normalizar las relaciones, cada uno debe enfrentar sus temores y frustraciones, no faltarse al respeto, dialogar, explicar cada uno lo que le preocupa del otro y buscar soluciones. El enfado nunca es una solución. En el caso de la hija que mencionas, debe aprender a resolver sus temores para respetar las decisiones de su madre, su temor a que empeore, a perderla, a la culpa si no la obliga. No quiere decir que no trate de exponerle sus razones y que entienda su punto de vista, pero si la madre no quiere hacer algo, hay que respetar su decisión, salvo en casos de fuerza mayor muy evidentes”.

Dos perspectivas distintas de la vida

Los expertos explican la necesidad de tener en cuenta las perspectivas tan distintas que podemos tener madres e hijas, en este caso. “Una madre nonagenaria probablemente tendrá una visión de la vida muy diferente a la hija. Seguramente es mucho peor para ella tener una mala relación con su hija, tener miedo a discutir con ella, que perder la posibilidad de tomar una medicina que mejore su salud. Ello, insistimos, siempre que esa persona esté en posesión de sus facultades psíquicas. No querer tomarse unas medicinas, por sí mismo, no es una pérdida de facultades psíquicas”.

Vale, entonces ¿qué hacemos?, ¿nos retiramos discretamente? ¿Hacemos mutis por el foro? “Hay que tener en cuenta que una persona puede ser muy mayor y tener su mente activa, en orden, y otra persona ser más joven y tener su mente desordenada, caótica. Por lo tanto, lo importante no es tratar a una persona sólo por la edad, sino saber si es capaz de entender lo que le beneficia y perjudica, si puede tomar sus decisiones consciente de las consecuencias. De acuerdo a este estado de su mente se puede actuar en beneficio de la persona, pero en beneficio no sólo físico, también afectivo, psicológico. Sabemos que un caso así es duro y difícil, pero hay que procurar hacer lo mejor posible sin estropear la relación, y ser capaz de resolver los miedos para afrontar correctamente los acontecimientos”.

…Y no olvidar el olvido

Otro de los grandes errores que solemos cometer a la hora de comunicarnos con nuestras madres mayores es enfadarnos por la facilidad con que se olvidan de las cosas. Incluidas las cosas que les hemos contado, que les hemos pedido o que hemos acordado con ellas. ¡Como si enfadarnos fuese a solucionar algo! Aunque el libro ‘Viajes a tierras inimaginables’ de Dasha Kiper (Libros del Asteroide) está centrado en la mente de las personas con demencia y sus cuidadores, en determinado punto se ocupa de algo que afecta a un altísimo porcentaje de gente mayor y sus cuidadores y seres cercanos: la pérdida de memoria y cómo ésta se convierte en un conflicto.

“Es habitual”, relata, “que la mayoría de los cuidadores no puedan evitar preguntar a voz en grito: ‘Pero ¡¿es que ya no te acuerdas?!’; una pregunta que frustra prácticamente a todo el mundo, incluido el propio cuidador, que sabe mejor que nadie que el paciente es incapaz de recordar”. Explica a continuación cómo “dado el modo de funcionar de una memoria ‘normal’, que alguien a quien conocemos bien la pierda se percibe más como un acto de traición que como un déficit neurológico”. Al fin y al cabo, justifica desde la comprensión, los cuidadores acaban sintiéndose ninguneados en la medida en que el otro ignora con frecuencia sus “palabras, esfuerzos y sacrificios”.

Moraleja: respira profundamente y deja de enfadarte y reprochar a la otra persona sus olvidos. Nadie olvida por gusto, todo lo contrario. Tener que repetir la misma cosa mil veces puede ser incómodo, pero que te reprochen mil veces lo mal que funciona tu cabeza, o te culpen por ello, es un infierno.

Consulta toda la información para la mujer en www.elmundo.es/yodona.html

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