“¡Los huincas!, ¡que vienen los huincas!” alertó el centinela que bajó a toda carrera desde una ladera hacia el campamento que había levantado la tropa mapuche comandada por su líder, el legendario toqui Caupolicán. Y aunque este no temió, ni titubeó, la sorpresa fue tal que no le dio tiempo siquiera a organizar a sus hombres. Así, los castellanos, al mando de Pedro de Miranda, cayeron sobre los indígenas refugiados en la quebrada de Antihuala. Asustados, algunos arrancaron. Otros tomaron lo que pillaron para combatir, pero no pudieron hacer frente a un ataque tan impetuoso como contundente.
El sacerdote jesuita Diego de Rosales, en su clásica Crónica del Reino de Chile, Flandes Indiano (1674), dejó un registro de lo ocurrido. Los castellanos querían dispersar a los mapuches y además, buscaban prender a Caupolicán. Lo consiguieron en esa incursión a medianoche, guiados por un indígena que los llevó hasta la quebrada (los llamados “indios amigos” que solían colaborar con los invasores europeos).
Estatua de Caupolicán en Cañete
“Dieron el Santiago (NdR: el grito de guerra de los españoles) a la alborada con todo silencio, y aunque fueron sentidos de una centinela que fue a dar aviso a Caupolicán, llegaron los españoles tan a tiempo que no les dieron lugar a huir. Peleó un rato ayudado por algunos indios que con él se hallaban, pero los españoles los apresaron de suerte que se hubieron de rendir y dexar atar, encubriéndose Caupolicán y diziendo en cifra a los suyos que no digesen quien era, y solo dixo que eran unos pobres indios los que allí estaban y que temerosos de los asaltos de los españoles vivían en aquella quebrada, y aunque preguntaban los españoles por Caupolicán dezian que no estaba allí y él se encuibría”.
Una trampa para Caupolicán
El toqui Caupolicán (el mismo que habría ganado su título en la legendaria prueba de cargar un pesado tronco) lideró ofensivas contra los castellanos. Y aunque valeroso, no tenía el talento estratégico de Lautaro (quien había caído en Mataquito en abril de 1557). Así fue vencido en una encarnizada batalla en Millarapue (30 de noviembre de 1557), dejando en el campo cientos de mapuches prisioneros o muertos, con miembros mutilados o reventados por los disparos de los arcabuces.
Tiempo después, un yanacona (es decir, un indígena de servicio de los europeos) de nombre Andresillo llegó hasta el campamento del líder mapuche y le ofreció ayudarlo en el ataque al fuerte de Cañete. Él mismo les abriría las puertas a la hora en que los españoles dormían la siesta. Hasta ahí, todo parecía bien. Y así ocurrió. A una señal, Andresillo dejó abierta la puerta de la fortificación y el grupo liderado por Caupolicán entró a la carrera. Pero grande fue su sorpresa al ser recibidos por disparos de arcabuz, lo que provocó la inmediata dispersión. Era una emboscada bien preparada.
Los españoles, siguiendo la estrategia militar clásica, decidieron salir en persecución de la tropa de Caupolicán. Así fue que, tras algunas semanas de búsqueda entre la selva de la Araucanía, dieron con el campamento de los mapuches y lograron prender al toqui a quien llevaron ante el capitán Alonso de Reinoso, comandante del fuerte de Cañete. Este, siguiendo las instrucciones del gobernador García Hurtado de Mendoza, ya tenía claro que deseaba dar un escarmiento y tal vez acabar por fin la guerra en el sur del Reino.
La muerte de Caupolicán atravesado por una pica
Según los cronistas, fue entonces cuando una misteriosa mujer, de nombre Fresia, apareció en escena mientras se llevaban a Caupolicán. El padre Diego de Rosales cuenta que ella “le comenzó a valdonar de hombre de poco valor y a preguntarle que donde estaban sus trazas y su valentía, nombrándole por su nombre…”. Luego le arrojó a sus pies a su hijo y le espetó: “Toma, Caupolicán, tu hijo y críale tú, que yo no le quiero criar ni tener por hijo, pues ni has sabido guardarte a ti ni a tus mujeres”.
Fresia ante Caupolicán, óleo de Raymond Monvoisin
Reinoso no dudó en condenar a Caupolicán a morir en la pica. Una terrible ejecución en que se sentaba al prisionero en una estaca de madera afilada, la que le atravesaba desgarrando las entrañas. La ejecución se fijó en una ceremonia pública en Cañete, a cargo del alguacil de campo, Cristóbal de Arévalo.
Se cuenta que el toqui subió a la tarima encadenado y dirigió una mirada desafiante a sus captores. En su célebre La Araucana, el cronista Alonso de Ercilla y Zúñiga (quien llegó al país en la hueste de García Hurtado de Mendoza y estuvo presente en la campaña) puso estas palabras en la voz de Caupolicán. “Pues el hado y suerte mía me tienen esta suerte aparejada, vean que yo la pido, yo la quiero, que ningún mal hay grande y es postrero”.
La Tercera
Incluso, Ercilla detalla que a Caupolicán la fuerza le alcanzó hasta para derribar de una patada al verdugo, un negro, quien rodó por la tarima. “Es lo dicho, y alzando el pié derecho/aunque de las cadenas impedido, dió tal coz al verdugo, que gran trecho le echó rodando abajo mal herido/reprehendido el impaciente hecho y del súbito enojo reducido”.
Así, él mismo procedió a sentarse en la pica sin mostrar miedo alguno y soportó con serenidad el atroz suplicio. En La Araucana, se describe el momento así: “No el aguzado palopenetrante/por más que las entrañas le rompiese/barrenándole el cuerpo, fue bastante/a que al dolor intensose rindiese/que con sereno término y semblante/sin que labio ni ceja retorciese/sosegado quedó de la manera/quesi asentado en tálamo estuviera”.
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