La identidad europea (I)

El proyecto de integración europea entró en una nueva fase con la creación del espacio Schengen y del euro como divisa común. La reciente pandemia tuvo como respuesta la iniciativa Next Generation, para cuya financiación la Comisión Europea, con el respaldo de los Estados miembros, emitió deuda en los mercados por primera vez. Entre las consecuencias de la invasión rusa de Ucrania, destaca la financiación de ayuda militar a Ucrania, con cargo al presupuesto comunitario, y la toma de conciencia de que, ante las incertidumbres del futuro, la UE debe reforzar su política de defensa para aspirar a una defensa común.

En otras palabras, la UE se adentra en terreno desconocido: nunca hasta la fecha una asociación de Estados soberanos había asumido, compartiéndolas, competencias que caracterizaban el núcleo duro de la soberanía estatal. La gran cuestión estriba en si es posible seguir profundizando en la integración europea sin desarrollar una identidad europea generadora de una solidaridad continental que continúe movilizando e interpelando, también afectivamente, al ciudadano europeo en apoyo de un proyecto cada vez más ambicioso.

Conocemos los precedentes: los diferentes procesos de construcción nacional que tuvieron lugar en los dos últimos siglos —en Europa Occidental, incluso antes— fueron indisociables de la creación y desarrollo de las respectivas identidades nacionales. Estas consistieron en un precipitado intangible que unía con fuerza indestructible y sin intermediarios al individuo con su nación de pertenencia, creando así un espacio compartido de solidaridad entre los connacionales.

La dificultad a la hora de desarrollar la identidad europea es doble: en primer lugar, porque las identidades primeras siempre van a seguir siendo, salvo excepciones, las nacionales, y se cometería un grave error si se pretendiera suplantarlas. Como mucho, el objetivo sería más bien complementarlas. En segundo lugar, porque la tentación es imitar lo conocido; en otras palabras, inspirarse en el proceso de construcción nacional de los Estados y algunas regiones que integran la UE. A lo sumo, esa imitación podría ser parcial, adaptándola a unas peculiaridades y un tiempo muy distintos.

El proceso de identidad

La identidad europea nunca podrá tener la intensidad de las identidades nacionales porque estas fueron, de manera consciente o inconsciente, un trasunto de las religiosas. En las naciones más antiguas, hubo una interpretación traslaticia, que atribuyó a las naciones germinales la condición de pueblo elegido que se predicaba en el Antiguo Testamento del pueblo judío, fenómeno que se detectó por primera vez en la Inglaterra y Francia embrionarias durante el curso de la guerra de los Cien Años. A las naciones protestantes surgidas de la Reforma les fue incluso más natural la identificación con el pueblo elegido veterotestamentario. En los procesos nacionalistas del siglo XIX, cuando el proceso de secularización estaba muy avanzado en el continente, el romanticismo, mediante su apelación a un espíritu inmemorial, que iluminaba a los nuevos ciudadanos como lo hiciera la gracia del Espíritu Santo durante la vigencia social de la cristiandad, hizo las veces de ersatz religioso, panteísta si se quiere.

En Europa Central y Oriental, la inspiración de los nacionalismos decimonónicos siguió siendo inconfundiblemente cristiana, ya porque las Iglesias ortodoxas que se fueron desgajando del Patriarcado ecuménico sirvieron de estímulo y repositorio a la llama nacional, ya porque la Iglesia católica asumió en determinados países, como Polonia o Croacia, un marcado aroma nacional. Todavía hoy podemos ver cómo, en el caso de la guerra entre Rusia y Ucrania, las respectivas iglesias nacionales contribuyen a definir el perfil y contenido de las respectivas naciones e, incluso, como ocurre en el caso del patriarca ruso Cirilo, legitimando la misma violencia.

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Marta LeyTras meses de espera para que el Gobierno publique su lista, pese a las presiones de la Comisión Europea, analizamos cerca de 300.000 subvenciones y contratos con estos fondos

Algunos pueden caer en la tentación de construir una identidad moderna europea sobre el sentimiento religioso, en este caso de rechazo al islam o a lo que comúnmente se interpreta por tal. Es indudable que la confrontación con el islam ha sido un elemento conformador de la civilización europea. La propia expansión musulmana, quebrando la unidad del Mediterráneo que se había mantenido desde la caída del Imperio romano de Occidente, fue, según la tesis de Henri Pirenne, el arranque de Europa como tal, o al menos de la recreación del Imperio romano con Carlomagno. La Baja Edad Media se inaugura, entre otras manifestaciones, con el inicio de las cruzadas, en reacción a las restricciones establecidas por los turcos selyúcidas al peregrinaje cristiano a Jerusalén.

La Edad Moderna no se entiende sin la amenaza existencial —así se vivió— que supuso el Imperio otomano, especialmente tras la conquista de Bizancio en 1453. La misión del último gran emperador de la cristiandad, Carlos V, fue, en gran medida, la de su salvación frente al empuje otomano. Este fue máximo entre 1529 y 1683, fechas que marcan los dos sitios de Viena, que hubieron de ser levantados sin conseguir su objetivo. Varias de las naciones que hoy integran Europa llevan en su identidad una confrontación pasada con los musulmanes, ya con los árabes (España y, en menor medida, Portugal), ya contra los turcos otomanos, bien porque se vieron como antemurale christianitatis (Hungría o Croacia), bien porque surgieron al romper amarras del millet cristiano en que quedaron encuadradas bajo el Imperio otomano (Grecia, Bulgaria o Rumanía).

Queda mucho por andar desde anquilosadas concepciones supuestamente inmutables, en un proceso que es responsabilidad compartida

Sería un error caer en esta tentación porque supondría fijar el pasado en un punto ocurrido siglos atrás, olvidando lo mucho que ha sucedido desde entonces: creación de la República Turca, de vocación europeísta desde su nacimiento, imitadora de la propia idea nacional y de los usos y costumbres imperantes en el resto de Europa; surgimiento de varios Estados europeos de población mayoritariamente musulmana que, como Turquía, aspiran a ingresar en la Unión Europea y que, como ella, tienen todos el sello de europeidad por su común pertenencia al Consejo de Europa; consolidación y fructificación del diálogo interreligioso entre las iglesias cristianas y el islam; descolonización de países de población musulmana, con la revisión de los presupuestos civilizatorios que justificaron la colonización en su día.

Y, además, no se haría justicia a un pasado que no fue solo de enfrentamiento, sino también de fructíferos intercambios comerciales —la prosperidad de la República de Venecia no se entendería sin su papel mediador entre Europa y el mundo islámico— y culturales —por ejemplo, la intermediación de Al-Ándalus y los reinos medievales hispánicos en el trasvase de la cultura clásica a través de autores árabes, o el influjo de la escatología islámica en una obra cumbre de la literatura europea como fue la Divina comedia—.

Este error sería aún más inexcusable si se confunden en un totum revolutum antimusulmán manifestaciones como el terrorismo yihadista, las dificultades específicas de integración de comunidades inmigrantes o de origen inmigrante musulmanas en las sociedades europeas, o las carencias en materia de derechos y libertades y gobernanza democrática en determinados países de población mayoritaria musulmana, algunos en el inmediato vecindario europeo. Se trata de dosieres que han de ser abordados por separado si se quieren encontrar soluciones a los problemas que plantean. Sería un error inexcusable porque se tiene por representativa del islam una interpretación que no ha sido la única en el presente —en el caso de los yihadistas, subrayémoslo, muy minoritaria—, ni tampoco en el pasado, de la misma manera que protestaríamos si se tomara por la recta manera de entender los Evangelios aquella que llevó al establecimiento de la Inquisición en el pasado o la que valida la agresión rusa en Ucrania en el presente.

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José Antonio Zarzalejos”La triste historia del antisemitismo cristiano […] en última instancia desembocó en la triste historia del antisemitismo nazi y se alza ante nosotros con el triste culmen de Auschwitz”. Palabras del papa Ratzinger en 2018

Y sería doblemente inexcusable porque hace de una confrontación histórica el rasgo principal de las relaciones presentes y futuras entre la cristiandad (o la Europa secularizada, descendiente de aquella) y el mundo musulmán, olvidando la relación conflictiva que tuvo el cristianismo europeo —y, luego, la Europa secularizada— con el judaísmo, con la larga historia de antisemitismo hasta culminar en el Holocausto. Sin embargo, la revisión de esta relación ha sido crítica y completa, hasta el punto de haberse extendido el término de civilización judeocristiana para referirse a la europea o, en términos más amplios, a la occidental. Sin llegar al punto de preconizar lo que un autor como Richard Bulliet ha llamado civilización “islamo-cristiana”, lo cierto es que queda mucho por andar desde anquilosadas concepciones supuestamente inmutables, en un proceso que es responsabilidad compartida del mundo occidental y musulmán.

Por otra parte, la construcción de la identidad europea empieza siendo, si se permite la expresión, de “deconstrucción”. Las identidades nacionales europeas se han forjado, en la mayor parte de los casos, por afirmación frente a la nación vecina, con todo lo que lleva aparejado de disputas territoriales, discriminación de minorías, acumulación de agravios y estereotipos perdurables, enmarcado en guerras recurrentes. Uno de los programas más exitosos de la UE ha sido el Interreg en su eje transfronterizo, focalizado en las poblaciones residentes a ambos lados de las respectivas fronteras, que son las que más han sufrido los encontronazos históricos de los vecinos, ya en forma de conflicto, ya de desconocimiento mutuo, viviendo de espaldas los unos de los otros. Valga el ejemplo de lo ocurrido en la frontera hispanolusa en los últimos 40 años, convertida en un espacio de cooperación intensa que ha revitalizado la economía y sociedad de las poblaciones y territorios adyacentes.

Gracias a una cooperación reforzada y multisectorial, la UE ha desactivado las innumerables razones que habían llevado a las naciones europeas y, antes de su surgimiento, a las comunidades políticas que las precedieron, a la guerra. Se ha vuelto del revés la lógica que había imperado hasta su fundación: el mínimo roce o interés concurrente ha pasado de ser chispa de la conflagración a indicio o estímulo para un nuevo ámbito de cooperación.

Otro escollo que la identidad europea debe sortear estriba en la tentación de ciertos líderes y fuerzas políticas de sustituir al vecino rival que forjó la identidad nacional pretérita por la UE como principal peligro para la nación. El objetivo puede ser consolidar el proyecto nacional, especialmente en aquellos casos de reciente construcción o tardía consecución de la independencia, superar divisiones internas o, sencillamente, una estrategia para alcanzar o mantenerse en el poder.

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Alejandro López de MiguelEl presidente del Gobierno asegura que un relevo en la Moncloa no afectará a la Presidencia de la UE. Sánchez evita las cuestiones nacionales en su comparecencia en la Moncloa, tras los apercibimientos de la JEC a ministros

Quizá la demonización interesada de la UE por parte de algunos líderes políticos sea el mayor de los riesgos a la hora de construir la identidad europea, lo que es facilitado por tres malentendidos: la consideración de la UE como una estructura institucional ajena y separada de la estatal nacional, cuando los representantes gubernamentales integran sendas instituciones de la UE, el Consejo y el Consejo Europeo, y los parlamentos y sistemas judiciales nacionales ejercen, además de las nacionales, competencias comunitarias; la equiparación de la identidad europea con aquella que suscita y promueve la UE, sin reparar en que esta es la última fase de un largo proceso que se inició hace más de un milenio; y la idea de que la identidad europea complementa a las nacionales por superposición, como algo que se añade a los cimientos sin alterar la estructura de la fábrica, cuando la imagen más adecuada es la de complemento por imbricación, como si se recalzasen los cimientos con inyección de resinas. La identidad europea pretende “limar aristas” de las nacionales que complementa, transformando su propia naturaleza, “europeizándolas”, esto es, poniéndolas en el contexto histórico y geográfico europeo al que pertenecen, dándoles una perspectiva de la que carecen por ensimismamiento nacionalista, que tiende a magnificar las diferencias triviales y a ocultar las similitudes esenciales.

Si se aciertan a distinguir las tendencias y dinámicas de la historia europea a lo largo de más de un milenio, y desde luego de la historia del último siglo, será más fácil acertar con las políticas e iniciativas para fomentar la identidad europea en el sentido de complemento revivificador de las nacionales. A ello me referiré someramente en un próximo artículo.

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