55 años del funeral de Victoria Eugenia de Battenberg: un adiós marcado por una pelea entre hermanos (y otra entre padre e hijo)

La reina Victoria Eugenia falleció el 15 de abril de 1969. Hacía 38 años –clavados– que se había visto obligada a abandonar España tras la renuncia a la Jefatura del Estado de su esposo, Alfonso XIII, y la proclamación de la Segunda República. Sólo volvió al país del que fue reina consorte durante un cuarto de siglo para amadrinar, en febrero de 1968, a su bisnieto Felipe VI. España ya no era una república, sino una dictadura. De vuelta al aeropuerto de Niza tras su breve estancia en Madrid, contó Mario Gómez-Santos en La reina Victoria Eugenia (libro basado en las conversaciones que el autor mantuvo con la protagonista de la obra), su majestad dijo en el aire: “No me importa morir ahora que he cumplido mi deseo de volver a España”.

55 años del funeral de victoria eugenia de battenberg: un adiós marcado por una pelea entre hermanos (y otra entre padre e hijo)

La reina Victoria Eugenia y Felipe VI en el bautizo de este.

La condesa de Barcelona recordó en sus memorias escritas por Javier González de Vega, Yo, María de Borbón, que su suegra pasó ese invierno, como muchos otros, en Mónaco y que “al poco tiempo de estar allí salió de paseo al parque, tropezó con uno de sus perritos teckel, y se hizo una herida en la cabeza. La llevaron a casa y Carmen Xifré, la condesa de Campo Alegre, que estaba con ella, llamó a la Princesa Grace, que fue a buscarla y la dejó instalada en el hospital”. La madre del rey Juan Carlos, que viajó desde Grasse (Francia), se la encontró en la clínica “tan guapa, con un parche en la cabeza pero instalada en la cama con sus sábanas, sus almohadas… y su chaquetita rosa y todo”. La reina, que según su hija política, “era una gran lectora, en inglés, en francés, en español y en alemán”, tuvo que renunciar a esta sana afición, aunque “la Princesa Grace, muy amablemente, iba a leerle. Lo malo es que la pobre tía Ena le decía a mi cuñada Beatriz ‘Yo se lo agradezco de todo corazón, ¡pero tiene una voz monótona que me duerme!’”.

En su residencia de Lausana, Vieille Fontaine, y cumplidos los 81 años en octubre, la reina Victoria Eugenia, cuya salud fue muy precaria desde la caída en Mónaco, empeoró el 13 de marzo de 1969, mes en el que apenas abandonó sus habitaciones. La reina Sofía se la dibujó mucho más enérgica a Pilar Urbano en La Reina: “Tardó tres semanas en morir. Entró en coma tres veces. Y asombrosamente se recuperaba. Hasta se levantó para asistir a la misa del domingo, la última semana”.

El diagnóstico médico certificó una disfunción hepática incurable. Desde entonces estuvo acompañada por sus hijos Juan y Beatriz. Mario Gómez-Santos señaló en su tomo que “noche y día, la Reina era asistida por la fidelísima dama Beatriz de Aguilar de Ballestero, por la enfermera Antonia y por sus doncellas españolas Petra y Pilar. El doctor Nocaut percibía cómo la vitalidad de la augusta enferma se debilitaba, sin que los recursos de la ciencia pudieran remediar la situación que se hacía irreversible”.

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Fachada de Vieille Fontaine, última residencia de la reina Victoria Eugenia y donde murió.

El 10 de abril, Ena, último de sus cuatro nombres y con el que la conocían en la intimidad desde cría, perdió la lucidez que había mantenido incluso en los momentos más agudos de su enfermedad. El resto de la familia viajó hasta Suiza, “porque sabíamos que la cosa era muy grave”, recordó su hija política. Y añadió: “Aquellos días en Lausanne, aunque con la pena y la preocupación por la Reina, también tuvieron momentos buenos. Todos juntos otra vez. Era como si hubiéramos echado el tiempo atrás, y volviéramos a los años cuarenta. Por las noches, en el hotel Royal, nos reuníamos todos en un salón que nos habían reservado, y para olvidar un poco la tensión, intentábamos divertirnos un poco. Y como casi todos pensábamos que no hay que dejarse abatir por las circunstancias, acabáramos consiguiéndolo”. Luego veremos que no se respiraba tanta armonía en la fonda royal como presumió María de las Mercedes.

Dos días después, Luis Martínez de Irujo, jefe de la Casa de Su Majestad la Reina Victoria Eugenia (y marido de la duquesa de Alba), facilitó dos partes –uno por la mañana y otro por la noche– señalando la extrema gravedad de la enferma. El periodista Martín Bianchi Tasso recogió en Baby y Crista, las hijas de Alfonso XIII que Ena, antes de cerrar los ojos y entrar en coma, murmuró: “Es la hora”. En la madrugada del 15 de abril, el doctor Nocaut informó a la familia de que el desenlace era inminente. Con uno de los mantos de la Virgen del Pilar abrigándola y rodeada de sus seres queridos, mientras en las inmediaciones de la casa periodistas y españoles residentes en la zona esperaban noticias sobre el estado de salud de la moribunda, la última reina de España expiró a las 11:18 de la noche. Una noche fría y lluviosa. Julián Cortés Cavanillas afirmó en su crónica del diario ABC que “todas las luces de la residencia de la Reina se encendieron de improviso con fulgor de alarma”.

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Los reyes Juan Carlos y Sofía escoltando a la reina Victoria Eugenia.

Los miembros de la familia real presentes en el domicilio regio besaron las manos inertes de Victoria Eugenia y Juan de Borbón y Battenberg, como jefe de la Casa Real española, comunicó oficialmente el fallecimiento de su madre a los monarcas reinantes y a los que, como él, esperaban en el banquillo; así como a los gobiernos español y suizo. La reina Isabel II de Reino Unido, pariente de la difunta, dispuso que la familia real británica guardase cuatro días de luto.

Esa misma noche el cadáver fue embalsamado en un negocio de la zona. A primera hora de la mañana siguiente, el ataúd de nogal revestido de damasco blanco que contenía el cuerpo sin vida de Ena fue ubicado en el gran salón amarillo de Vieille Fontaine, donde quedó instalada la capilla ardiente organizada por las infantas Beatriz y María Cristina. En la sala convertida en capilla-velatorio mantuvieron colgado un retrato de la madre difunta firmado por Philip Laszlo, y en la entrada, casi a pie de escalera, colocaron otro pintado por Ricardo Macarrón sobre un caballete. En el primero la inmortalizada aparece, en plenitud de su juventud, tocada con la diadema de diamantes que su marido le regaló por su boda y de la que actualmente presume la reina Letizia. Algún día la lucirá, cuando sea monarca, la princesa Leonor. En el segundo, coloreada en su madurez, la reina exhibe su pasión por las joyas con tres hilos de perlas, que podrían ser algunos de los cuatro de “las joyas de pasar” de las reinas de España. Como todas las coronas de flores, muchas enviadas por monárquicos españoles y elaboradas con claveles rojos y gualdos, no cabían dentro del palacete, se repartieron apoyadas a lo largo de la fachada principal. El año anterior, durante su visita a la madrileña Iglesia de los Jerónimos donde contrajo matrimonio en 1906, contó Luis María Anson a Vanity Fair que la reina le confió: “Poca gente quiere tanto a España como yo, a pesar de que me recibieron con una bomba y me despidieron destronándome”.

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La reina Victoria Eugenia a su llegada a Madrid en 1968.

La madre de Juan Carlos I señaló en su libro de recuerdos que “cuando murió la Reina rodeada de cariño, y con Beatriz y Crista haciendo, hasta el fin, lo que sabían que a ella le gustaba, no se la amortajó de monja como a la Reina Mercedes o la Reina Cristina, porque decía siempre que aquello le parecía absurdo”. Según Bianchi, Baby y Crista “ayudaron a amortajar a su madre con una mañanita de color rosa, un regalo de la infanta Pilar a su abuela”. Urbano, en su primera biografía autorizada sobre la reina Sofía, difiere de esta versión (la más extendida) asegurando que Victoria Eugenia fue “vestida con un largo vestido azul, que le había regalado su nieta la infanta Pilar”.

Después de cubrirla, le engalanaron el cabello y las piernas con unas mantillas blancas. Beatriz le colocó además un ramo de orquídeas y María Cristina, también entre las manos, el crucifijo que el papa Pío XII le había regalado cuando se casó con el conde Enrico Marone. Juan añadió una bandera española.

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La reina Victoria Eugenia y su hijo Juan de Borbón.

El viernes 18 de abril, los hijos varones de la reina, Juan y Jaime de Borbón y Battenberg; y sus nietos, entre otros, Juan Carlos de Borbón y Borbón y Alfonso y Gonzalo de Borbón y Dampierre; sacaron el ataúd a hombros hasta casi pisar la calle, donde depositaron el arcón en un coche fúnebre que emprendió el paseo hasta la parroquia del Sagrado Corazón, a seiscientos metros del chalecito. Los operarios de la funeraria habían advertido a los improvisados portadores que la caja pesaba más de 300 kilos y que era mejor que ellos, cualificados para el oficio, se ocupasen del traslado. Alfonso, nieto favorito de la reina, los despachó con cajas destempladas. En la valla del jardín se formaron las filas del cortejo. En primera línea se organizaron el conde de Barcelona, para los monárquicos Juan III desde la muerte de su padre en 1941; su hermano el infante Jaimey uno de los cuñados de ambos: Alessandro Torlonia, príncipe de Civitella-Cesi, marido de la infanta Beatriz.

Juan y Jaime discutieron sobre quién debía presidir el séquito. El padre de Juan Carlos I tenía razón, él era el jefe de la Casa Real. Sin embargo, Jaime argumentó que él era el hijo mayor (vivo) de los reyes Alfonso y Victoria Eugenia y que, además, su deserción como heredero al extinto trono de España no tenía validez ninguna. Tras la renuncia a sus derechos dinásticos del primogénito del matrimonio real, el fallecido Alfonso de Borbón y Battenberg, para contraer matrimonio con la plebeya Edelmira Sampedro en 1933, el infante Jaime fue ascendido a príncipe de Asturias. Rechazó el título diez días después de ser nombrado sucesor de Alfonso XIII presionado por este, su padre, y la camarilla regia que le argumentó lo inapropiado que resultaría tener un hipotético futuro rey sordo. Entonces el turno corrió a Juan, saltándose a sus dos hermanas mayores, por culpa de la ley sálica que relega a las mujeres, independientemente de su edad, a los puestos siguientes a los de los hombres. Además, dos años después, Jaime fue empujado a contraer matrimonio morganático con Emanuela Dampierre, quien aunque podía presumir de linaje aristocrático, no era pata negra. Desde 1776 La Pragmática Sanción de Carlos III prohíbe a los miembros de la dinastía que quieran ceñirse la corona enlazarse con personas de menor pedigrí.

Los hermanos también debatieron sobre si la segunda mujer de Jaime, Charlotte Tiedemann, debía ocupar un puesto o no en el desfile. Ganaron los contrincantes del peculiar matrimonio, que, además, tuvo que ver como el conde de Barcelona, el hijo pequeño (vivo) de Alfonso y Ena, ocupaba el primer puesto en la fila para recibir las condolencias de los apenados invitados.

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Cortejo fúnebre de la reina Victoria Eugenia. En primera fila Alessandro Torlonia, Jaime y Juan de Borbón y Battenberg.

La reina Sofía, que no evitó meterse en –casi– todos los charcos en sus dos libros publicados por Urbano, añadió en el primero: “En un momento tan entrañable, tan sentido, tan lleno de cariño y de respeto, hubo esa estúpida crispación. Estaba allí la mujer aquella (Charlotte Tiedemann) que volvió loco a Jaime… Se empeñó en reabrir el pleito de sus derechos, cuando el jefe de la Casa Real era don Juan. Las infantas Beatriz y Cristina, los Polonia y los Marone, le convencieron de que debía presidir don Juan. Fue montar allí un problema innecesario, sin consideración al dolor y al luto”.

Aquellos días Juan también tuvo un duro enfrentamiento con el futuro Juan Carlos I en el hotel Royal. Al padre le habían molestado unas declaraciones del hijo publicadas por la Agencia EFE en enero. En ellas Juanito dejaba la puerta abierta a aceptar el trono, saltándose a su padre, si así lo decidía el dictador Francisco Franco: “Estoy donde me han puesto un conjunto de circunstancias, unas de origen histórico y otras de origen actual y procuro hacer cada día lo que pueda hacerme más útil para el futuro de los españoles y evitar lo que pudiera perjudicar a esa utilidad (…). La satisfacción de ver recuperada la institución monárquica no es poco”. El hispanista Paul Preston escribió en Juan Carlos el rey de un pueblo: “Don Juan le criticó duramente sus declaraciones a Carlos Mendo (director gerente de la Agencia EFE). Juan Carlos contestó que estaba en España para aceptar lo que le ofreciesen y don Juan objetó de inmediato. ‘Sí, pero no para suplantarme a mí’. Un acuerdo para reunirse pronto en Estoril con objeto de aclarar las cosas redujo la tensión por el momento. Pero aquello fue el comienzo de un periodo de recelosas fricciones entre padre e hijo. Solo los esfuerzo de doña María de las Mercedes evitaron una ruptura irreparable”. En julio, Franco le brindó el trono a Juanito y este lo aceptó. El conde de Barcelona no traspasó sus derechos dinásticos a su hijo hasta mayo de 1977, cuando hacía año y medio que había sido proclamado rey por las cortes franquistas.

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Proclamación de Juan Carlos I como rey en 1975.

Del oficio fúnebre de Victoria Eugenia, iniciado a las diez de la mañana, se encargó el nuncio de Su Santidad, monseñor Mardioni –quien transmitió el pésame de Pablo VI–, asistido por el obispo de Lausana, Ginebra y Friburgo, y el párroco del Sacré-Coeur d’Ouchy. No sonó la Marcha real. Había más de 300 personas dentro del pequeño templo y 3.000 fuera. Al adiós litúrgico asistieron los reyes depuestos Constantino y Federica de Grecia, Umberto de Italia y Miguel de Rumanía. El príncipe Alberto de Bélgica acudió en representación de los reyes Balduino y Fabiola y los duques de Kent en nombre de la reina Isabel de Reino Unido. No quiso faltar tampoco lord Mountbatten, primo de Ena.

Franco envió a su ministro de Asuntos Exteriores, Fernando María Castiella (el mismo que años antes había intercedido para que la reina pudiera cobrar su pensión de viudedad), decretó tres días de luto nacional y ordenó misas de réquiem en todas las capitales de provincia. El 19 de abril, el dictador y su mujer, Carmen Polo, presidieron la solemne misa de peinetas y mantillas, por el eterno descanso del alma de su majestad, que se celebró en la Real Basílica de San Francisco el Grande de Madrid, y a la que también asistieron Juan Carlos y Sofía. Delante del altar el régimen instaló un túmulo con la corona fúnebre encargada por Carlos III y que se usa en las proclamaciones de los reyes desde el siglo XIX.

Al terminar el funeral en Lausana el cortejo se dirigió en coche al pequeño cementerio de Bois-de-Vaux, donde la homenajeada había adquirido una parcela consciente de que se acercaba el final de su vida y atraída por la frondosa vegetación y los estanques de nenúfares de este campo santo cercano al lago Lemán. Bianchi escribió en su novela histórica: “Entonces comenzó a nevar. El príncipe Juan Carlos y su primo Alfonso repartieron entre sus familiares cincuenta y dos pequeñas bolsas que contenían tierra de todas las provincias de España. Cada una estaba atacada con una cinta con los colores de la bandera española y llevaba el nombre de un territorio. Madrid, Barcelona, Sevilla, San Sebastián, Santander… Jaime fue el primero en acercarse a la fosa y arrojar la tierra sobre el féretro. Le siguieron Juan y sus hermanas, Baby y Crista soltaron unos pedruscos con musgo de la peña de Galapagar donde su madre había descansado un momento en la mañana del 15 de abril de 1931, en su paso hacia el destierro”.

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Entierro de la reina Victoria Eugenia. En la foto, los reyes Juan Carlos y Sofía y Alfonso de Borbón y Dampierre.

En 1980, por orden de su nieto Juan Carlos I, los restos mortales de Alfonso XIII fueron exhumados en Roma y trasladados al Panteón de Reyes del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Cinco años después, el conde de Barcelona también viajó, en este caso hasta Lausana, para custodiar la vuelta a España de los de su madre. El cuerpo embalsamado de Victoria Eugenia tuvo que pasar 26 años en el pudridero -hasta quedar resumida a los huesos- para que pudiera caber en el sarcófago número 24, reservado a su nombre frente al de su marido. Un paso previo que según María de las Mercedes, la reina Victoria Eugenia, apodada por el pueblo como La reina inglesa, “encontraba tremendo”.

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