Desde Libia hasta las estepas de Asia: así fue la primera superpotencia de la historia

En el festival de Nouruz, en la primavera del 488 a. C., época en que los persas celebraban su Año Nuevo con fiestas, banquetes y regalos, Darío, el “gran rey”, “rey de reyes”, “rey de Todas las Tierras”, el aqueménida, se sentó en su trono en el seno de su ciudad-palacio de Persépolis y recibió, magnánimo, el homenaje a su imperio.

Enormes trompetas de bronce rasgaron el aire con fanfarrias de triunfo, y una orquesta de tambores, platillos y sistros, acompañada de arpas y liras, creó una marcha rítmica para anunciar el comienzo de las esplendorosas ceremonias que constituían el núcleo del alegre festival. Los diplomáticos extranjeros habían viajado desde muy lejos hasta Persépolis para rendir tributo a Darío: llegaban de Libia, del actual Pakistán, del sur de la estepa euroasiática, de Egipto, de Asia Menor, de Mesopotamia, de Siria y de la India; venían cargados de oro, turquesa, lapislázuli, tapices de lana, abrigos de seda, túnicas de algodón y especias, y condujeron caballos, camellos, ovejas e incluso leones hasta la lujosa sala del trono. Se postraron en el suelo con abyecta humildad ante el “gran rey”, agarraron el borde de su túnica y besaron con lealtad sus pies.

Darío el Grande disfrutaba sobremanera al contemplar su imperio de este modo, mientras los embajadores y diplomáticos desfilaban ante él, una delegación tras otra en estricta formación, y mostraban las bondades de tantas tierras lejanas. Debió de sonreír ante su éxito, pues era en verdad un rey poderoso, el soberano sin rival del mundo entero. Las pruebas de sus proezas estaban allí mismo, marchando ante sus ojos. ¿Qué importaba si la pequeña y escuálida Grecia había evitado la conquista y permanecía fuera de su alcance? Habría otras oportunidades para doblegar aquel reducto de miserable civilización. Además, para evidenciar el triunfo de su imperio, Darío solo tenía que observar la espectacular —y muy bien disciplinada— ceremonia de presentación, en la que sus súbditos participaban de forma tan dispuesta. No eran esclavos humillados y temblorosos, arrojados al suelo por la opresión ante su señor, sino socios voluntarios en una gloriosa empresa imperial. Ofrecían a Darío su lealtad, su servicio y su tributo con verdadero entusiasmo. O eso quería creer.

Portada de ‘Los persas: la era de los grandes reyes’.

Portada de ‘Los persas: la era de los grandes reyes’.

La ceremonia diplomática de entrega de regalos era tan importante en la concepción del imperio que Darío la hizo representar en relieves de piedra pintados a lo largo de las escaleras que conducían a su enorme sala del trono en Persépolis, la conocida como apadana. En la cercana Naqsh-e Rostam, en la fachada de su sepulcro de piedra, que había encargado con vistas al día en que se tornara una necesidad ineludible, Darío hizo que sus artistas esculpieran una variación del mismo motivo. Se lo mostraba adorando a su protector divino, el dios Ahura Mazda, en pie sobre una plataforma del trono (un takkt, como se conocía en persa) que se elevaba por encima de las cabezas de los representantes de los diferentes pueblos del imperio en un gozoso acto de colaboración recíproca. Era la representación gráfica de la diversidad del imperio de Darío. Una inscripción tallada en la roca en persa antiguo, con caracteres cuneiformes, invitaba al espectador a contar las figuras que encarnaban a las distintas regiones geográficas que componían el imperio (cada una con su atuendo nacional para que resultara más claro su procedencia). Para asegurarse de que no faltaba ninguno, el artista etiquetó con cuidado cada una de ellas: “Este es el persa; este es el medo; este es el elamita; este es el parto; este es el ariano; este es el bactriano; este es el sogdiano; este es el corasmio; este es el drangiano; este es el aracosio; este es el satagidio; este es el gandariano; este es el indio; este es el saca bebedor de droga; este es el saca del sombrero puntiagudo; este es el babilonio; este es el asirio; este es el árabe; este es el egipcio; este es el armenio; este es el capadocio; este es el sardo; este es el jonio; este es el escita del otro lado del mar; este es el tracio; este es el jonio de sombrero solar; este es el libio; este es el nubio. Este es el hombre de Maka. Este es el cario”.

La retórica real planteada en la tumba de Darío enfatizaba la idea de que todas las naciones conquistadas estaban unidas a su servicio, al del gran rey, un soberano guerrero cuya “lanza ha llegado lejos”, cuyas leyes obedecían y cuya majestad defendían. Así, se alababa a Darío el Grande no solo como “gran rey” y “rey de reyes”, sino también como “rey de países que contienen toda clase de hombres”, “rey de muchos países” y “rey a lo largo y ancho de esta gran tierra”. Todos los pueblos conquistados estaban bajo el dominio de Darío, quien dejaba claro que no toleraría problemas ni aceptaría resistencia alguna: “Aquello que les pedí”, afirmó conseriedad, “ellos lo hicieron, como era mi deseo”. Sin embargo, al proyectar una imagen de cooperación armoniosa, Darío defendía que su imperio funcionaba mejor cuando sus habitantes actuaban unidos y conforme a un propósito común, cuando todos los pueblos que gobernaba aceptaban su noción de “familia”. Al colaborar, se beneficiaban de modo inequívoco de la seguridad de una Pax Persica, una ‘paz persa’.

En las celebraciones de Nouwruz del año 488 a. C., Darío, de sesenta y dos años, homenajeado en su trono y recibiendo los preciados regalos de los embajadores, estaba acompañado de su hijo y sucesor designado, Jerjes. Este joven, apuesto, independiente y piadoso, ya había servido en la administración del imperio comosátrapa, o gobernador regional, de Partia, donde había perfeccionado sus habilidades como burócrata (por encima de todo, Darío admiraba a un buen archivero) y como juez. A sus treinta años, Jerjes estaba de vuelta en la corte al lado de su padre y ejercía como el heredero aqueménida electo. Sin embargo, no era el hijo mayor de Darío, ni siquiera el segundo. Darío tenía numerosos hijos mucho mayores que Jerjes que habían nacido de las varias mujeres de su harén. Jerjes, no obstante, fue el primer hijo varón de Darío nacido después de que este ascendiera al trono de Persia y, por tanto, era apropiado que el imperio aqueménida pasara a él, el primer bebé real nacido en la púrpura. Además, a través de su estimada e inteligente madre, Atosa, Jerjes llevaba la sangre de Ciro el Grande en sus venas; solo esto ya lo cualificaba para reinar por encima de cualquiera de sus hermanos. Darío confiaba en que el linaje aqueménida prosperara durante el reinado de Jerjes, cuya principal consorte, Amestris, ya había dado a luz a una prole de niños sanos y empezaba a mostrarse como una matriarca dinástica conflictiva. En la primavera del 488 a. C., el futuro de la familia aqueménida estaba asegurado.

*Lloyd Llewellyn-Jones es historiador británico especializado en la Persia aqueménida y la historia sociocultural griega. En Los persas: la era de los grandes reyes traza la historia definitiva de ese gran imperio desde la óptica de sus protagonistas: los persas.