Los juicios de Núremberg contados por los protagonistas: así se juzgó a los nazis

A la 1:11 de la madrugada del 16 de octubre de 1946, Joachim von Ribbentrop cruzó el gimnasio de la prisión de Núremberg en dirección a la horca. Los aliados hubieran preferido colgar primero a Hitler, pero el Führer se había suicidado en su búnker antes de que lo arrestaran. Probablemente hubieran optado entonces por Heinrich Himmler, el jefe de las SS, o por el ministro de Propaganda Joseph Goebbels, pero también ellos se habían quitado de en medio. Incluso el principal jefe nazi condenado en los juicios de Núremberg, Hermann Göring, se había suicidado apenas unas horas antes en su celda.

Al exministro lo acompañaron hasta el cadalso los dos capellanes de la prisión, como hicieron en las dos horas siguientes con cada uno de los otros nueve líderes nazis que fueron ejecutados esa noche. Gracias a uno de esos sacerdotes sabemos que Göring lloró al despedirse de su mujer y que el filósofo de cabecera de Hitler, Alfred Rosenberg, fue el único que no quiso que rezaran por él.

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Es por testimonios como estos, que van más allá del frío lenguaje jurídico, como hemos llegado a conocer al detalle lo que sucedió hace más de 75 años durante uno de los juicios más famosos de la historia: el proceso a la cúpula del poder nazi en el Tribunal Militar Internacional creado y presidido por los vencedores de la guerra.

El juicio duró algo menos de un año y tuvo 216 sesiones. Empezó en Berlín, pero la mayor parte transcurrió en la sala 600 del Palacio de Justicia de Núremberg, donde luego se celebrarían otros 12 juicios para depurar responsabilidades de diferentes barbaries nazis. A nadie se le escapaba el simbolismo de que tuvieran lugar precisamente en la ciudad en la que el partido de Hitler había hecho sus manifestaciones más multitudinarias.

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Por el tribunal pasaron ocho jueces, 21 acusados, decenas de fiscales y abogados defensores y casi un centenar de testigos, además de intérpretes, psiquiatras, periodistas y personal de seguridad. Estas son algunas de sus historias, en sus propias palabras.

Los monstruos

“En la sala solo encontrábamos gestos hostiles, fríos dogmas. La única excepción era la cabina de traducción. Allí sí podía esperar encontrarme un gesto amistoso”. Esto pensaba el ministro de Armamento de Hitler, Albert Speer, desde el banquillo de los acusados. Lo que no sabía era que desde esa cabina le observaba sin una pizca de simpatía Richard Sonnenfeldt, un soldado judío estadounidense reconvertido en traductor por su dominio del alemán. Cómo no lo iba a dominar, si había vivido en su Alemania natal hasta los 15 años, cuando sus padres lo enviaron a EE. UU. para salvarlo del terror nazi.

Sonnenfeld se preguntaba cómo las personas que habían dirigido el exterminio sistemático de millones de personas podían resultar tan… normales. “En cualquier otro lugar les podrían haber confundido con un grupo de personas muy anodinas, como tomadas al azar en una multitud”.

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Incluso aquellos que habían conocido a la cúpula nazi en su época de esplendor, como el corresponsal William Shirer, se sorprendían: “¿Eran esos los conquistadores, los vanidosos líderes de la ‘raza superior’? La repentina pérdida del poder parece haberlos despojado por completo de la arrogancia, la insolencia y la truculencia que caracterizaban su forma de ser todos los años desde que los conozco. ¡Con qué velocidad se han transformado en unos seres rotos, pequeños, insignificantes!”.

Y, sin embargo, día tras día, pasaban por la sala miles de documentos, órdenes, películas y fotografías que no dejaban duda sobre la monumental maldad de la inmensa mayoría de los acusados. Las pruebas, como escribía el propio Shirer, eran apabullantes: “Van a ser condenados por sus propias palabras, por sus registros de las criminales acciones que cometieron. Los muy idiotas lo escribieron todo y, en el caos de su hundimiento, fueron incapaces de destruir las pruebas que los comprometían”.

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Tribunal en sesión del 30 de septiembre de 1946.

No obstante, todos encontraron la manera de justificarse. “En mi trabajo con los acusados –escribió uno de los psiquiatras– investigaba sobre la naturaleza del mal y creo haber llegado cerca de poder definirlo: la falta de empatía. Esa es la característica que une a todos los acusados, una genuina incapacidad para tener sentimientos hacia los otros humanos”.

Fue así como casi todos se escudaron en que estaban cumpliendo órdenes. “Esta acusación se dirige contra las personas equivocadas. Todos estábamos bajo la sombra de Hitler”, declaró el arquitecto de la política exterior de Hitler, Ribbentrop. El mariscal Keitel, que había dirigido los ejércitos nazis, fue aún más explícito al afirmar que “para un soldado, una orden es una orden”.

Julius Streicher le contó al psiquiatra que los campos de exterminio habían convertido a los judíos en mártires

Donde se pusieron verdaderamente en ridículo muchos acusados fue intentando hacer ver que no tenían ni idea de lo que estaba pasando en los campos de exterminio o negando directamente su propio antisemitismo. Ante otro de los psiquiatras, Göring llegó a decir que el odio a los judíos era “completamente irrelevante” en el nazismo, mientras que Ribbentrop se lamentaba solamente de que Hitler “hubiera perdido el sentido de la proporción” en ese asunto. El almirante Dönitz fue aún más lejos al decir que Hitler era un genio visionario manipulado en su “solución final al problema judío” por unas pocas manzanas podridas de su entorno.

Alguno de los acusados incluso llegó a quejarse de la mala prensa que el Holocausto había dado a su ideología criminal: Julius Streicher le contó también al psiquiatra que los campos de exterminio habían convertido a los judíos en mártires y que por eso “el antisemitismo ha retrocedido muchos años en algunos países extranjeros donde estaba haciendo buenos progresos”. Eso sí, preguntado por su responsabilidad al haber ordenado la destrucción de la sinagoga de la propia Núremberg en 1938, le dijo al fiscal Telford Taylor que lo había hecho con una intención “más arquitectónica que antisemita”.

Nadie ponía en duda los crímenes, pero los acusados decían que ellos no habían sido. El ministro Speer se quejaba de la enorme cantidad de pruebas documentales “tan monstruosas que parecían increíbles, aunque ninguno de los acusados dudamos de su veracidad”. Sin embargo, añadía que el objetivo de la acusación era “demostrar que los delitos se habían cometido, sin tener en cuenta si alguno de los acusados había estado relacionado personalmente con ellos”.

Ese “personalmente” era el argumento clave de los acusados en Núremberg. Ellos no sabían nada, ellos no se habían manchado las manos, la culpa de todo la tenía Hitler, ellos solo seguían órdenes.

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Los jueces estadounidenses, británicos, soviéticos y franceses no iban a comprar esa teoría de que los acusados no estaban al tanto de lo que pasaba en los campos. Tampoco iban a permitir que le echaran toda la culpa a los líderes que ya estaban muertos. En palabras del fiscal Drexel Sprecher, “el argumento legal básico es que, si a ti te ordenan matar a una persona inocente, tienes que resistir tanto como puedas. Eso a no ser que haya una pistola apuntando a tu cabeza. E incluso si la hay, puede que te condenen como cómplice de un asesinato”.

Una lección para Alemania

En febrero de 1945, los tres grandes líderes aliados se sentaron a la mesa en Yalta a decidir cómo sería el mundo de la posguerra, y por entonces no estaba nada claro que tras la victoria fuera a haber un juicio a la cúpula nazi. Churchill propuso ejecutar a sus líderes sin proceso judicial “tan pronto como se les apresara y se confirmara su identidad”, y Roosevelt dijo que quería mantener fuera de Alemania a los periódicos y a los fotógrafos hasta que los criminales de guerra estuvieran muertos. Stalin sí que estaba interesado en algún tipo de juicio, aunque fuera una pantomima.

Finalmente, los aliados llegaron a un acuerdo. Iban a hacer un juicio público y muy llamativo para que los alemanes no pudieran llevarse a engaño sobre lo que había pasado en su país.

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Como explicaba el fiscal Taylor, “demasiados alemanes tendían a negar todo conocimiento de las atrocidades o echarle la culpa de todo a Hitler”, así que “la mera condena de los acusados, o incluso de otros miles igualmente culpables, nunca podrá deshacer las terribles heridas que los nazis han provocado a algunos pueblos desafortunados. Para ellos era mucho más importante que esos sucesos increíbles se demostraran con pruebas claras y públicas, de manera que nadie pudiera dudar de que son hechos reales y no fábulas”.

Para ello, las potencias aliadas se aseguraron de crear desde cero un sistema de reglas que permitiera juzgar a los responsables con las garantías y apariencias necesarias. Tres meses después de la rendición de Alemania, anunciaron la puesta en marcha del Tribunal Militar Internacional (IMT) que juzgaría tres tipos de ofensas: los crímenes contra la paz, los crímenes de guerra y los crímenes contra la humanidad.

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Y para que el mensaje llegara claro a Alemania y al resto del mundo, dieron todas las facilidades para grabar y fotografiar el procedimiento, además de habilitar una zona de prensa para más de doscientos periodistas e implementar un sistema hasta entonces inédito: la traducción simultánea.

Por la sala 600 del Palacio de Justicia de Núremberg pasaron centenares de reporteros que veían perfectamente a los acusados y hacían apuestas sobre quién acabaría ahorcado. Algunos serían luego grandes nombres del periodismo, como Walter Cronkite, o entrarían en la historia de la literatura, como Rebecca West o John Dos Passos.

Dos Passos escribió: “Göring es el maestro de ceremonias. Mira a su alrededor interesado en cada detalle de la sala. A veces su cara lleva la expresión de chico malo de un borracho arrepentido. (…) Es una cara mimada, genial, sociable, satisfecha consigo misma, una cara de actor. No desprovista de encanto. Nerón debió de tener una cara así”.

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A pesar de la indudable curiosidad que levantó el juicio y de la avalancha de pruebas que dejaron documentadísimo el genocidio nazi, no todos los periodistas creyeron que el proceso había cumplido su misión aleccionadora. Shirer, el corresponsal que había vivido tanto la llegada del nazismo como su caída, habló de “la monumental apatía del pueblo alemán y su profundo remordimiento… no por haber empezado la guerra, sino solamente por haberla perdido”.

También refirió “su total carencia de simpatía o siquiera interés por la desgracia de los pueblos ocupados, en la que tienen tanta responsabilidad. Su aburrimiento ante la sola mención del juicio de Núremberg, que están convencidos de que ha sido solo una treta de la propaganda aliada. Su impresionante falta de preparación o interés en esa democracia que con típico fervor y ceguera anglosajona estamos haciéndoles tragar”.

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Rebecca West y William Shirer fueron dos de los autores que presenciaron los juicios de Núremberg

Rebecca West fue igualmente devastadora. Dijo que los juicios de Núremberg “habían de admitirse como una traición a las esperanzas que generaron. Sus creadores los diseñaron tan bien como lo permitieron los tiempos. Fueron dirigidos por unos líderes hartos del cansancio de una gran guerra, seguidos por solo un puñado de espectadores, inadecuadamente contados y constantemente malinterpretados. Fue un evento desdibujado, una composición defectuosa, que no dejó una imagen clara en la mente de la gente a la que pretendía impresionar”.

Los juicios de Núremberg dejaron mucho buen periodismo, pero la frase que mejor los resume es probablemente la de uno de los condenados. Albert Speer, sentenciado a 20 años, dijo en sus memorias: “cualquier pena tenía poco peso en comparación con la miseria que habíamos traído al mundo. Hay cosas por las que uno es culpable incluso si tiene excusas. Simplemente porque la gravedad de los crímenes es tan enorme que en comparación hace palidecer cualquier excusa hasta la insignificancia”. Su libro está lleno de mentiras, pero en esto el arquitecto de Hitler llevaba toda la razón.

Los acusados y las sentencias

Hermann Göring​Mariscal del Reich, viceführer y sucesor oficial de Hitler. Condenado a la horca. Se suicidó horas antes de la ejecución.

Joachim von Ribbentrop​Ministro de Asuntos Exteriores. Condenado a la horca.

Wilhelm Keitel​Jefe del Mando Supremo de las Fuerzas Armadas. Condenado a la horca.

Alfred Jodl​Jefe del Estado Mayor. Condenado a la horca.

Alfred Rosenberg​Principal ideólogo del nazismo y ministro de los territorios orientales ocupados. Condenado a la horca.

Hans Frank​Gobernador general de Polonia. Condenado a la horca.

Wilhelm Frick​Ministro del Interior. Condenado a la horca.

Ernst Kaltenbrunner​Jefe de la Gestapo. Condenado a la horca.

Fritz Sauckel​Plenipotenciario para el empleo de mano de obra, responsable de las deportaciones masivas. Condenado a la horca.

Arthur Seyss-Inquart​Comisario del Reich en los Países Bajos. Condenado a la horca.

Julius Streicher​Destacado agitador antisemita. Faltó a gran número de sesiones por enfermedad. Condenado a la horca.

Martin Bormann​Secretario personal de Hitler. Juzgado y condenado en ausencia a la horca. Había muerto en mayo de 1945, pero sus restos no se encontrarían hasta 1973.

Karl Dönitz​Almirante, jefe de la Armada y canciller desde el suicidio de Hitler. Sentenciado a 10 años de prisión. Cumplió íntegramente la condena.

Rudolf Hess​Lugarteniente de Hitler. Cadena perpetua. Se suicidó en su celda de la cárcel de Spandau en 1987.

Erich Raeder​Almirante, ex jefe de la Armada. Cadena perpetua. Fue excarcelado en 1955.

Baldur von Schirach​Jefe de las Juventudes Hitlerianas. Sentenciado a 20 años. Cumplió íntegramente la condena.

Albert Speer​Ministro de Armamento y Municiones y arquitecto de Hitler. 20 años. Cumplió íntegramente la condena.

Konstantin von Neurath​Ex ministro de Asuntos Exteriores. Condenado a 15 años de prisión. Excarcelado en 1954.

Walther Funk​Ministro de Economía y presidente del Reichsbank. Cadena perpetua. Excarcelado en 1957.

• Fueron absueltos Franz von Papen, exvicecanciller y embajador; Hjalmar Schacht, expresidente del Reichsbank y exministro de Economía; y Hans Fritzsche, lugarteniente de Goebbels en el Ministerio de Propaganda.

• Aparte de Martin Bormann, no estuvieron presentes en la sala Robert Ley, jefe del Frente del Trabajo Alemán, que se suicidó un mes antes del juicio; Gustav Krupp, dueño del mayor grupo industrial alemán, que, anciano y enfermo, fue declarado incapacitado para ser juzgado.

Este artículo se publicó en La Vanguardia el 28 de septiembre del 2021

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