Uno de los espacios del Museo Chillida Leku, en la provincia de Guipúzcoa. (Cortesía Chillida Leku)
Recorrer en una sola tarde las once hectáreas del Museo Chillida Leku es prácticamente imposible, sobre todo si uno se ha detenido antes en los caseríos que albergan la biblioteca y las obras “pequeñas” de Eduardo Chillida (1924-2002), el escultor vasco que este mes hubiera cumplido 100 años entre un montón de festejos locales y nacionales. Por eso hay que conformarse con un breve paseo por los cuidados jardines y observar sólo algunas de las 40 esculturas distribuidas por todo el terreno.
En realidad, la obra de Chillida empieza a contemplarse antes de llegar aquí. En una orilla de San Sebastián (País Vasco), pasando la playa de la Concha, al final de la playa de Ondarreta, uno se topa con el imponente y socarrón “Peine del Viento”, quizá el trabajo más famoso de este artista enjuto y apasionado porque representa el objetivo que siempre persiguió: intervenir en la naturaleza como un elemento más, sin forzarla. En estos enormes hierros retorcidos (de 10 toneladas de peso cada uno), separados por varios metros y encajados en unas rocas, el viento y el agua forman parte de la escultura azotada por las olas del mar Cantábrico.
El propio Chillida definió este peine como “la solución a la ecuación que en lugar de números tiene elementos: el mar, el viento, los acantilados, el horizonte y la luz.” Pero un día su amigo Emil Cioran quiso ser más preciso y le dijo que esos fierros amalgamados eran su propio “combate con el viento” y también su “forma de provocar el infinito.” Las estructuras están aquí desde 1977 y ahora son todo un símbolo de Donosti. Hoy hace frío, el sol está tímido y el viento parece desatado, pero por fortuna no llueve, (algo habitual en San Sebastián). Así que conviene quedarse un buen rato, en silencio, mirando hacia el horizonte y escuchando los rugidos del agua mientras pensamos en todo o en nada.
La primera vez que vine, hace más de una década, no tenía ni idea de quién y para qué había hecho esta conmovedora escenografía pública. Mi amiga Mara, que es venezolana pero trabaja en esta ciudad norteña difundiendo las delicias de la cocina vasca, me dijo que no podía irme de aquí sin saber la historia del escultor. “Es nuestro artista contemporáneo más importante”, me dijo muy digna y por lo visto muy integrada a esta tierra que no la vio nacer.
Quise saber y leí sobre su vida y sus ritmos geométricos y su búsqueda espacial a base de acero, hormigón, madera, piedra y alabastro. Me entré de algunos detalles de cuando fue portero profesional de futbol, de cuando dejó la carrera de arquitectura para centrarse en la escultura y el dibujo, de su afición por la Grecia antigua, de que se hizo artista en París con un marcado sentido monumental y que diseñó algunos libros de Heidegger, de Cioran y de Jorge Guillén. Pero apenas ahora pude venir a visitar su museo.
A 15 minutos en coche del centro de San Sebastián, el Chillida Leku es la síntesis de un universo conceptual y creativo lleno de materia, gravedad, tiempo, silencio y horizonte. Los hijos del artista han contado varias veces que fue concebido como una obra de arte. La familia compró la finca a principios de los años 80 y poco a poco fueron confeccionando los caseríos y los jardines. También fueron distribuyendo cuidadosamente las enormes esculturas de hierro y hormigón, dando la sensación de que siempre han formado parte del paisaje, en perfecto diálogo con los robles y los magnolios. En una de las casas de piedra se encuentra bien catalogada una extensa colección de documentos, fotografías, cartas, inventarios, revistas y libros que sólo consultan los especialistas, pues la mayoría de la gente venimos a dar un lento y silencioso paseo por la casa grande y por buena parte de los jardines. Dada la extensión del lugar, no parece que haya muchas personas, pero se estima que cada día pasan por aquí más de mil.
Un gigante de acero marca el inicio del largo camino. Pesa 22 toneladas, se llama “Buscando la luz” y está compuesto por tres gruesas láminas asimétricas, unidas por una serie de remaches. Según se mire, ofrece la contraposición de lleno y vacío. Por detrás parece una estructura maciza que se eleva hacia el cielo y, por delante, exhibe una apertura que permite adentrarnos en todo el hueco. Entonces uno, refugiado ahí dentro, eleva la mirada buscando la luz, en sentido físico y espiritual. Pero es imposible alcanzarla.
ÁSS
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