La reina Victoria Eugenia de Battenberg falleció con 81 años, a causa de una disfunción hepática irreversible, rodeada de sus hijos y nietos el 15 de abril de 1969 en su residencia Vieille Fontaine de Lausana (Suiza). Había hecho testamento seis años antes, el 29 de julio de 1963. Al documento con sus últimas voluntades adjuntó dos codicilos. El primero de ellos versaba sobre sus joyas de mayor importancia histórica y dice así: “Las alhajas que recibí como regalo del rey don Alfonso XIII y de la misma infanta Isabel (…) desearía si es posible, se adjudicasen a mi hijo don Juan, rogando a este que las transmita a mi nieto don Juan Carlos”. Con esta decisión, Ena, como se la conocía familiarmente, pretendía que las piezas se mantuvieran, generación tras generación, en poder del jefe de la Casa Real española, en ejercicio o en el banquillo, como era el caso. El término “joyas de pasar”, como se conocen a estos ocho adornos, lo acuñó María de las Mercedes de Borbón, nuera de la difunda y madre del rey Juan Carlos. Entre las joyas de pasar, Victoria Eugenia no incluyó el bello ornamento que nos ocupa: un brazalete excepcional firmado por Cartier con una larga historia a sus espaldas.
En 1906, con motivo de su enlace con el rey Alfonso XIII de España, Victoria Eugenia de Battenberg recibió de su madre un pequeño aderezo de perlas de concha y diamantes. A la princesa Beatriz también se lo había regalado su progenitora, la reina Victoria de Reino Unido y emperatriz de India, cuando contrajo matrimonio con Enrique de Battenberg en 1885. De una boda a otra el demi-parure fue modificado. Parece que los pendientes del original se convirtieron en una diadema aigrette (tocado inspirado en la cresta de una garza y que solía coronarse con una pluma blanca). De lo que no cabe duda es de que las tres damas compartieron los mismos collar y broche con diseños de concha. Nada del otro mundo si obviamos la singularidad de los nácares rosáceos.
La princesa Beatriz del Reino Unido con el conjunto de perlas de concha que recibió de su madre y regaló a su hija.
En los años veinte Victoria Eugenia de Battenberg retó a la joyería Cartier a integrar la mayoría de las perlas (el alfiler se libró de la mutilación) en un nuevo diseño que se adaptara más a su gusto, digamos, regio; su hijo, el entonces infante Juan, llegó a compararla, siendo un crío, con el árbol de Navidad del Palacio Real de Madrid. Hay quien dice que las gemas rosadas las había aprovechado antes la local Ansorena para embellecer los arcos de una diadema que después albergaron las famosas aguamarinas de Brasil que hacían juego con los ojos de la consorte de Alfonso XIII. Sea como fuere, la firma francesa creó para la reina del país vecino un brazalete con forma de banda y estructura articulada de platino en la que los orfebres de la maison engastaron las 14 perlas naturales proporcionadas por la bisabuela de Felipe VI. Para realzarlas añadieron detalles de esmalte azabache y un dibujo vegetal de diamantes cortados en varias tallas. Puede que algunos de ellos, los de talla rosa, sean los originales de las piezas de la reina emperatriz Victoria.
En el libro Celebrating Jewellery: Exceptional Jewels of the Nineteenth and Twentieth Centuries, sus autores, David Bennett y Daniela Mascetti, valoraron la singularidad de la pieza reconociendo que no tenían constancia de ninguna otra joya de Cartier elaborada con perlas de concha en tonos rosa bebé combinadas con esmalte negro y diamantes. Y añadieron que este adorno para la muñeca comparte el motivo central de sarmientos y hojas de parra “con otros brazaletes tutti frutti, muy cromáticos, diseñados en los talleres de la casa en esta fecha. Aunque el diseño es totalmente equilibrado y armonioso, las gemas principales, todas de diferentes tamaños y tonos de color ligeramente distintos, están colocadas de forma asimétrica, lo que confiere a la joya una sensación de tensión muy poco habitual”.
La pulsera de la reina Victoria Eugenia que creó Cartier con las perlas de concha de su madre y abuela.
Aunque el negocio galo había empezado a experimentar en 1915 con la combinación de varias piedras de color en una misma alhaja, no presentó la famosa propuesta tutti frutti hasta la celebración en 1925 de la Exposición Internacional de Artes Decorativas e Industrias Modernas de París, epítome de la tendencia art déco. Normalmente estos diseños multitono incluyen dos o tres minerales de color, pero en este caso solo utilizaron la perla de concha, lo que convierte al brazalete de la abuela del rey Juan Carlos en uno de los más interesantes creados por Cartier durante el periodo de entreguerras (1918-1939).
El infante Jaime lo heredó tras la muerte de su madre hace 55 años y después pasó a su hijo Gonzalo de Borbón y Dampierre, Gonzalón para las malas compañías. La viuda de Jaime, Carlota Tiedemann, lamentó tras la muerte del segundo vástago de Ena en 1975 que los hijos del infante se quedaran con las joyas: “Alfonso y Gonzalo me han quitado las joyas que mi marido heredó de su madre y que me regaló en el 25º aniversario de nuestra boda. Se han portado muy mal conmigo, impugnando el testamento de su padre para, al final, dejarme sin nada”. No es improbable que Carlota, a quien muchos hicieron responsable del trágico final de su cónyuge, mintiera para conseguir el motín, aunque las relaciones paternofiliales tampoco fueron idílicas. Tiempo antes, Alfonso y Jaime habían llevado al tío del rey Juan Carlos ante los tribunales para salvar su fortuna alegando que no estaba en sus cabales. Perdieron y tuvieron que pagar las costas del juicio. La reina Sofía en su biografía La reina, escrita por Pilar Urbano, afirmó que Tiedemann “volvió loco a don Jaime”.
La tercera esposa de Gonzalo, Emanuela Pratolongo lució la pulsera en la cena previa a la boda de la infanta Elena y Jaime de Marichalar en 1995 y en la de los reyes Felipe y Letizia en 2004. Ocho años después (el nieto de la reina Victoria Eugenia llevaba muerto 12), Sotheby’s sacó la joya a remate sin que trascendiera el nombre del vendedor, “un pariente del rey de España (Juan Carlos I)”, aseguraron desde la casa de subastas. Las infantas Pilar y Margarita y algunas de sus primas italianas (descendientes de las infantas Beatriz y María Cristina, hijas de Ena) fueron señaladas como las propietarias de la alhaja. Doña Pi, como apodó la prensa a la difunta hermana mayor del rey padre, bromeó con que no le habría importado serlo.
El comprador, un “coleccionista privado europeo” que vivió la puja por teléfono, pagó por la chuchería de la reina Victoria Eugenia algo más de 2,7 millones de euros. Más del doble de lo que se esperaba por él, entre los 620.000 y 1,08 millones de euros. En ese momento se convirtió en el segundo brazalete más caro firmado por Cartier, según afirmó el entonces director de Sotheby’s para Europa y Oriente Medio, David Bennett. Los más soñadores se aventuraron a imaginar que el “coleccionista privado europeo” no era otro que Felipe de Borbón y Grecia, quien habría comprado la pulsera de su bisabuela y madrina de bautizo para regalársela a su esposa, Letizia Ortiz Rocasolano, o a una de sus hijas, la princesa Leonor y la infanta Sofía, que entonces eran unas crías de siete y cinco años. El pasado 6 de abril el diario El Mundo publicó que el “coleccionista privado europeo” era en realidad el venezolano Armando Capriles, el Pelón, casado con “Corina Mileo Trotta, sobrina del marqués de La Sauceda y descendiente de Cristóbal Colón y de la aristocrática familia González de Aguilar, de Écija (Sevilla)”.
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