Escuchar al cuerpo cuando algo anda mal

“En 2022 tuve una lesión que casi me genera un daño cerebral irreversible. Recuerdo que estos dolores comenzaron un día que estaba haciendo running en la playa. Históricamente yo y mi familia hemos sufrido de lumbago, así que cuando sentí esa incomodidad en la espalda pensé filo, no es nada nuevo. Igual fui al kinesiólogo para que me viera, sin embargo, durante estas sesiones de recuperación, hice una maniobra que me generó un tirón en el cuello, diferente al dolor que tenía al principio. Era mínimo, pero me alertó porque pocas veces había sentido algo similar.

No le di mucha importancia y seguí con mi vida, pero el dolor se hacía cada vez más intenso. Se me irradiaba hasta los oídos y dientes, y lo sentía incluso cuando estaba durmiendo. Le pregunté a varios amigos médicos qué opinaban sobre lo que me estaba pasando y muchos me decían que probablemente estaba con mucho estrés. A mí me llamaba la atención porque, de verdad, en ese momento me sentía muy tranquila. En la pandemia sí viví un período complejo porque estaba saliendo recién de un divorcio, pero ya llevaba hartos meses trabajando en el autocuidado y me sentía física y mentalmente bien.

Esa semana santa, viajé con mi hija a Coyhaique. Recuerdo que en el avión me empezó a doler la cabeza, pero yo estaba concentrada en el viaje, así que me tomé algunos analgésicos y seguí. Hasta que un día, estábamos andando a caballo y empecé a sentir un ruido en ambos oídos muy parecido al que uno escucha durante una ecografía fetal. Era como si yo me hubiese estado escuchando desde afuera. Ahí ya me asusté, porque empecé a pensar que tenía un tumor en el cerebro que me estaba provocando todos estos síntomas.

Volví a ir al neurólogo y otorrino, y ambos me reiteraron que estaba todo bien. De hecho, me hicieron hasta una audiometría. Pero mi cuerpo me decía que algo extraño estaba pasando. Al final, en mi desesperación, pedí una hora para hacerme una resonancia cerebral con contraste para tener una imagen lo más completa posible. Venía de vuelta manejando desde la clínica, cuando me llaman por teléfono y me dicen tienes que irte a urgencias ahora porque lo que tienes es una disección cervical.

Inmediatamente entendí que se trataba de algo muy, muy grave. Y era raro porque uno se puede morir de eso y sin embargo yo estaba manejando. Cuando llegué, los doctores volvieron a mirar las imágenes y se percataron que no solo tenía una lesión, sino que se me habían roto cuatro arterias en el cuello. El dolor de cabeza era porque no me estaba llegando sangre al cerebro: tenía las arterias obstruidas. Que yo no haya ‘soltado’ los trombos y haya tenido un infarto fue solo suerte. El riesgo, en ese minuto, era que pasara eso.

escuchar al cuerpo cuando algo anda mal

La Tercera

En el mundo prácticamente no existían casos de disecciones cervicales múltiples. A lo más había dos o máximo tres, pero no cuatro al mismo tiempo. Los doctores estaban complicados porque sabían que operarme era riesgoso, así que optaron por hacerme un tratamiento conservador, esperando que mi cuerpo -con los medicamentos- disolviera los trombos. Eso significó estar dos semanas en la UTI sin poder moverme. No tenía autorización ni siquiera para ir al baño porque cualquier paso en falso podría implicar que se soltara un trombo. Me tenían que hacer aseo en la cama y cuando iba mi hija, tampoco la podía abrazar porque era riesgoso.

Recuerdo que estaba muy consciente y lúcida de lo que estaba pasando: sabía que en cualquier momento podía quedar parapléjica o morir. Además, como soy médico, entendía cómo iba evolucionando con el paso de los días. Cuando los doctores pasaban por mi pieza y me mostraban las imágenes o se ponían a hablar, pensaba chuta, quizás sería mejor no entender tanto, porque el panorama era angustiante. Pero en ese minuto me entregué a ellos y me puse desde el otro lado, confiando en cada una de sus decisiones. Aprendí a ser paciente desde todo punto de vista, porque literalmente tuve que esperar a que mi cuerpo, solito, respondiera al tratamiento.

De a poco, los trombos se empezaron a disolver hasta que fue seguro darme de alta. Afortunadamente, no se me generó ningún déficit motor o neurológico.

El proceso de recuperación fue largo. Estuve cerca de dos meses solo dentro de mi casa porque tenía restringido el movimiento. También dejé de manejar por harto tiempo por el riesgo de tener un infarto de manera inesperada. Ya como a las seis u ocho semanas, me autorizaron a hacer actividad física, supervisada por un kinesiólogo; pero fue muy de a poquito. Tenía que averiguar cuáles eran mis capacidades e ir escuchando mi cuerpo.

Aunque suena cursi, creo que hoy no doy nada por sentado. Aprecio mucho la salud por sobre todas las cosas y quedé con una curiosidad infinita por entender más sobre la intuición. Cuando yo le preguntaba a mis colegas por mis síntomas, estaba consciente que ellos me decían lo correcto desde la evidencia y ahora que reflexiono, quizás mi respuesta, ante un caso similar, no hubiese sido tan distinta. Pero mi parte intuitiva sabía que algo estaba mal. Con esta experiencia, entendí que tenía que re-conectarme con esa voz que, por muchos años, renegué por atrincherarme más en el lado de lo racional o intelectual.

Ningún doctor me puede asegurar que esto nunca más me va a volver a pasar. La tasa de recurrencia por una disección es del 1,6% aproximadamente, pero nadie sabe qué puede suceder cuando has tenido cuatro. Técnicamente, mis arterias están cicatrizadas, pero es un escenario incierto. Y hay que aprender a vivir con eso”.

María Ignacia Carrasco tiene 38 años y es psiquiatra.

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