El pantalán

el pantalán

El pantalán

Sobre el pantalán de madera húmeda, a los pies de la embarcación que le había sido confiada, con el humo a la espalda y el rostro tiznado, con el aplomo que debía a su oficio, sabedor de que un mínimo gesto de nerviosismo podía ser tomado como un augurio funesto por la tripulación, el capitán del vapor Cabo Machichaco, don Facundo Léniz Maza, miraba hacia tierra, hacia la explanada donde miles de personas se habían congregado atraídas por el accidente, una multitud irritante que le impedía ver aquello que más anhelaba. Esperaba la llegada de los bomberos, que ya habían sido avisados, y se resignaba a la aparición de las autoridades que, con su afán de ponerlo todo por escrito antes de actuar, sus órdenes y sus contraórdenes, convertirían la operación en un galimatías y, lo peor de todo, le obligarían a dar unas explicaciones que mancharían su orgullo y su expediente.

Facundo Léniz se sintió viejo y cansado. Todo había empezado de manera trivial, casi inofensiva. En algún momento alrededor de la dos de la tarde uno de los marineros había advertido una pequeña humareda que subía desde la sentina. Cuando se abrieron los cuarteles de la bodega para comprobar qué ocurría el oxígeno avivó las llamas. En un parpadeo la bodega número dos ardía y el fuego amenazaba con extenderse al resto del barco. El foco del incendio resultaba prácticamente inaccesible. Tal vez por eso Léniz se había negado a conducir el buque aguas adentro. Sabía que se necesitaba un esfuerzo conjunto, desde el buque y desde tierra, para salvar al Machichaco y su carga.

Sin perder tiempo, Léniz había ordenado que se conectara una bomba de agua a la caldereta para remojar las llamas desde cubierta, pero la medida pronto se reveló ineficiente: el entrepuente, cargado de viguería y ferralla, impedía que los ya de por sí débiles chorros de agua de las mangueras llegaran con el ímpetu requerido hasta la bodega. Los hombres iban y venían por la cubierta, entraban y salían por las escotillas, juraban y maldecían. A las 14.45 horas se sumaron a los trabajos en el Machichaco los siete tripulantes y el capitán del vapor Vizcaya. Para entonces la bodega ardía sin control y el capitán Facundo Léniz comenzaba a aceptar lo inevitable: el barco era insalvable.

Un hombre se abrió paso entre el tumulto de la explanada y se dirigió hacia el buque en llamas. A medida que se aproximaba por el pantalán Facundo Léniz reconoció al capitán Francisco Jaureguizar y Cagigal, que acababa de llegar de Cuba en el correo Alfonso XIII. Los dos hombres se conocían bien.

– Esperaba encontrarle en una situación más agradable, Léniz– saludó Jaureguizar.

– En manos del mar me dejó la última vez que nos vimos y en manos del mar me encuentra, capitán.

Facundo Léniz y Francisco Jaureguizar se abrazaron con la concisión que la situación demandaba y una vez cumplido el protocolo de los saludos, abordaron la crisis del Machichaco.

– El fuego está en las bodegas, hacia la popa. Es imposible acceder.

– Hunda el barco, Léniz.

– Este barco es el sustento de treinta y cinco familias.

– No, los hombres que tripulan el barco son el sustento de sus familias. Salve cuanta carga pueda y no ponga a la tripulación en peligro de manera innecesaria.

– Marinos somos, Jaureguizar.

– Dígame la verdad, Léniz. ¿Hay dinamita en esas bodegas?

– La que había ha sido desembarcada.

– No me trate como a un vulgar agente de aduanas, Léniz. Sé que en Sevilla hay escasez de explosivos por la epidemia.

– Lo que se declaró es lo que hay, Jaureguizar, los dos nos conocemos lo suficiente, entienda lo que quiera entender y ahórrele preguntas innecesarias a un compañero abrumado. ¿Quiere hacerme el honor de subir a bordo para echar un vistazo al asunto?

– Le ofrezco conforme mi ayuda y la de mis hombres, que esperan una orden suya para unirse a la faena.

Los dos capitanes subieron al buque. En el ánimo de Léniz se mezclaban la aprensión, la duda y la esperanza al comprobar que todo el mundo se mantenía en sus puestos; en el trajín de las órdenes, los gritos y las carreras los marineros del Machichaco y el Vizcaya trabajaban manteniendo el orden y la sincronía. Aquellos hombres, hechos a las galernas y a los naufragios, a la tempestad y al desastre imprevisto, acostumbrados a valerse por sí mismos en el más hostil de los escenarios posibles, el mar, actuaban con decisión, siguiendo las indicaciones de los oficiales, con las caras negras y las manos quemadas, afirmando su existencia en la resistencia ciega a la adversidad.

Como dos cirujanos que se disponen a amputar una extremidad Léniz y Jaureguizar examinaron el buque con tanta atención que se les hubiera juzgado capaces de escuchar las quejas y los lamentos del casco de hierro. Estudiaron crujidos, ecos, interpretaron los espacios vacíos del buque, analizaron sus vísceras de metal y madera, sus cañerías, su ánima solo accesible a quienes se saben extranjeros en tierra firme y llegaron a una conclusión inapelable.

– Hunda el buque, Léniz. Hunda al menos esta bodega que ya no tiene salvación–dijo Jaureguizar.

El capitán Facundo Léniz miró al cielo, como quien invoca a un testigo en las alturas, murmuró unas palabras que nadie alcanzó a entender e hizo llamar al ingeniero jefe y al primer oficial.

– Abra una vía de agua a través de la sentina e inúndeme usted la bodega número dos, Ortúzar– ordenó Léniz al ingeniero jefe– Disponga de cuántos hombres necesite.

El ingeniero jefe Ortúzar, un hombre meticuloso al que la mayoría de los marineros consideraban más apto para el trabajo en una oficina que en un buque mercante, desapareció ágil por una de las escotillas que daban acceso a la sala de máquinas para organizar el operativo.

– Usted, Zabala, sustraiga a todo marinero que no sea imprescindible para la extinción del fuego y salve tanta mercancía como la fatalidad permita. Considere que el tiempo apremia. El buque se va a pique.

El primer oficial asintió y marchó a redimir el buen nombre de la compañía Ybarra entre los comerciantes del país. El capitán Jaureguizar estrechó la mano de Léniz.

Poco después los cerca de cuarenta tripulantes del Alfonso XIII y la dotación completa de los bomberos de Santander se unieron a los trabajos de extinción del fuego y salvamento de la carga. En total, más de cien hombres se batían contra la calamidad desde el buque y el pantalán.

El casco crujió cuando el agua comenzó por fin a inundar las bodegas. Un quejido como de criatura herida heló la voluntad de los hombres, que solo con un esfuerzo de la razón lograron desatender aquella advertencia sobrenatural. Por un instante el humo pareció desvanecerse, como si el incendio se hubiera quedado sin aliento, pero no tardó en reaparecer, más oscuro, denso y amenazante.

Desde su pequeña oficina en Maliaño el agente de aduanas Nicolás Benítez, químico de profesión, seguía con atención y cierto malestar en la conciencia el incendio del Machichaco. Cuando vio que el buque exhalaba aquella negrísima bocanada de humo comprendió inmediatamente lo que estaba ocurriendo. Dejó la oficina sin dar aviso a nadie ni proveer sustituto y corrió hacia el puerto de Santander siguiendo la línea de los muelles hasta que una punzada en el pecho le obligó a detenerse para recuperar el resuello. Se desabotonó la camisa, como si de aquella manera pudiera obligar al aire a entrar en sus pulmones. Advirtió que sudaba y su piel estaba fría, casi helada. Se encomendó a Santa Bárbara y siguió corriendo.

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