Falleció Rodrigo Pardo – LUIS ANGEL
“Jóse, ¿y si no le damos el chance a la utopía, entonces cuándo la vamos a intentar?” Esto me respondió en un mail Rodrigo Pardo cuando, una mañana a mediados de diciembre de 1997, habíamos intercambiado ideas sobre su invitación para que lo acompañara en El Espectador, donde lo iban a nombrar director en pocos días. Mi preocupación, que le había formulado, era sobre el grado de independencia que él tendría bajo la nueva administración. Me aseguró que tenía total garantía de independencia y que, si no intentábamos la utopía, de la que hablábamos con frecuencia y en la que creíamos, nunca lo sabríamos.
Con su respuesta acepté de inmediato. Era imposible decirle que no a una propuesta de Rodrigo. Renuncié a mi cargo como segundo a bordo de la Embajada de Colombia en Venezuela, donde llevaba año y medio, y en febrero comenzamos a trabajar junto a Pilar Calderón, subdirectora, Luis Cañón, editor general, y un excelente equipo periodístico. Yo asumí como su asesor editorial.
A raíz de su temprano, y muy lamentable fallecimiento, en estos días afloró un hecho curioso y muy grato: un buen número de las personas que tuvimos el honor de conocerlo de cerca sentimos que nos dejaba uno de nuestros mejores amigos. Y, de una manera u otra, todos lo fuimos, por un motivo en especial: siempre nos hizo sentir que, para él, lo éramos. Su capacidad para desplegar afecto, solidaridad, empatía, sabiduría y sencillez era inagotable. Era una fuente de energía a la que solíamos acudir para recargarnos.
No hay sino que revisar lo que se ha escrito o dicho sobre Rodrigo en los últimos días en los distintos medios de comunicación. Comenzando por el editorial de El Espectador, los noticieros de radio y televisión, los escritos de su hijo Daniel, su hermana Diana, su primo Daniel García-Peña, Jineth-Bedoya, Vladdo, Lariza Pizano, Patricia Lara, Alberto Casas, Diana Calderón, Mariángela Holguín y muchas personas más que lo conocieron de cerca.
Se me hace difícil describir la relación que nos unió. Fue mi mentor, jefe, amigo, confidente y compañero en varios grupos de chats a los que pertenecíamos, sobre distintos temas: Los Think Thankers, La República de los Libros, Análisis Internacional y el Grupo Cultural CECIMIN. Era año y medio mayor que yo, pero con su permanente cara de niño bueno, siempre parecí mayor. Me hizo el honor de nombrarme su jefe de gabinete en Cancillería y lo acompañé durante el año más difícil del proceso 8.000. Luego vino la experiencia de El Espectador, donde estuvimos año y medio en el corto verano de la anarquía, como le decíamos. Lo conocí como académico en la Universidad de los Andes hacia finales de los ochentas. Rodrigo y Juan Tokatlián, fuera de una profunda amistad, habían creado la disciplina del estudio de las relaciones internacionales con unos libros que siguen siendo referencia obligada para los interesados en estos temas tan importantes en el mundo de hoy.
Su brillantez intelectual era inversamente proporcional a su sencillez. Poseía una calma a toda prueba, de esas que en los momentos más difíciles y cuando llegábamos a su escritorio con un grave problema, era capaz de desbaratar cualquier afugia con un apunte de humor genial o esa sonrisa de niño travieso que desarmaba a cualquiera.
Son demasiadas las anécdotas que hay sobre Rodrigo, de cada uno de los sitios donde trabajó y donde dejó un legado de un ser humano superior que tenía el don de hacernos sentir superiores a quienes estábamos a su alrededor. Valoraba todas las ideas, apreciaba todo esfuerzo bienintencionado y sentía como propios los problemas de los demás.
Así como tenía una especial calma para analizar los problemas con total objetividad, sin dejarse caer en el apasionamiento o el fanatismo, se conmovía hasta las lágrimas con detalles humanos que lo desarmaban. La noche del viernes que concluyó su trabajo como director de El Espectador, me advirtió que saldría por las escaleras frente a su oficina, sin que nadie lo viera. De la redacción se temían algo así y, cuando lo vieron salir de puntillas y con la oscuridad de esa parte del viejo edificio de la 68, fueron todos sus colegas a despedirlo. Se prendieron las luces, no tuvo más remedio que parar en el segundo escalón, mientras cayó sobre él una lluvia de aplausos que duró más de 15 minutos. Nadie se movía. Sus lágrimas emocionadas y sus palabras de despedida, improvisadas y cálidas, fueron el mejor cierre de una gestión impecable.
Su sencillez y pragmatismo llegaban a niveles, literalmente, extremos. Estando en El Espectador recibió una mañana a Piedad Córdoba, que acababa de ser liberada por Carlos Castaño, que la había secuestrado para asesinarla y se salvó gracias a la petición de figuras de diversas vertientes de la política colombiana. Ella le contó ese día que Castaño, antes de dejarla ir, le dijo que él le tenía el ojo puesto a ella, a Jaime Garzón y a Rodrigo Pardo. Garzón ya había sido asesinado y ella quería advertirle a Rodrigo. Al terminar la reunión le pregunté a Rodrigo si iba a solicitar de inmediato escolta, que no tenía. Me contestó como si estuviera hablando del último triunfo de Millos: “Jóse, si me van a matar, me matan. Sabes que yo troto todos los días y no voy a dejar de hacerlo. Y si me matan, no es justo que además también lo hagan con un pobre escolta”. Nunca pidió protección.
Su sentido del humor era demoledor. En un viaje de No Alineados al África, pues Colombia tenía la presidencia del movimiento, visitamos en Kenia una reserva animal. Allí alimentó a una jirafa, desde un segundo piso, hecho que quedó registrado en una foto que le tomé. Luego, se nos acercó a Julio Londoño, embajador ante la ONU, y Elvira Carmen Aparicio, su asesora de comunicaciones, y nos dijo: “esa foto es para que vean que por aquí vi a las jirafas de frente y que no me acusen de tener elefantes a mis espaldas”.
Su entereza y el material del que estaba hecho lo probó con creces durante los meses aciagos del Proceso 8.000. Defendió con gran lealtad una propuesta socialdemócrata de gobierno, en la que creyó con la mejor buena fe, sabiendo que no tenía absolutamente nada que ver con las injustas acusaciones que se le formularon. El día que tuvo que ir a dar versión libre ante la Fiscalía, demostró su talante: pidió vacaciones esa semana, para ir como ciudadano, y, a diferencia de las demás personas que rindieron testimonio sobre el 8.000 que llegaban con sus caravanas de escoltas, Rodrigo llegó caminando solo a la Fiscalía. Los periodistas no sabían cómo abordarlo pues se presentaba como cualquier ciudadano de a pie. No tenía absolutamente nada que ocultar.
Hacia finales de 1999 organicé en mi apartamento, con Gloria mi esposa, una cena para Rodrigo e Inés Elvira, su esposa, y con Alfonso Valdivieso, creo que ya exfiscal, y su esposa Martha. Alfonso y Martha eran amigos míos desde Bucaramanga, y, dada la cercanía con Rodrigo Pardo, les pregunté a ambos si deseaban conversar en privado. Ambos aceptaron de inmediato. Era un pequeño aporte para tratar de restañar la polarización imperante en Colombia. Luego de cenar, ellos dos se encerraron a hablar en la pequeña biblioteca por unos cuarenta minutos. Nunca les pregunté sobre lo conversado, pero se despidieron muy amablemente.
Por todos esos hechos, y muchos más, es imposible no parodiar al maestro Julio Cortázar, también uno de sus autores preferidos: Queremos tanto a Rodrigo. No sobra decirte, en tu nuevo “tempotránsito”, mi querido Rodrigo, que tú no te fuiste contigo. Te quedas aquí con todas las personas que te seguiremos queriendo por siempre.
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